Viaje a una isla dentro de una isla dentro de la isla de Tenerife
Escrito por
13.07.2021
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El extremo nordeste de la isla de Tenerife forma una región abrupta y aislada: el macizo volcánico de Anaga, un paisaje de crestas afiladas y barrancos profundos, en cuyos pliegues se buscaron la vida los humanos. Sus cuevas albergaron desde las momias guanches hasta los campesinos que nacieron en ellas y viven para contarlo. Recorremos los bosques de laurisilva, atravesamos las nieblas perpetuas y bajamos a una cala aislada del resto de Anaga y del resto de Tenerife, en la que reside un puñado de vecinos. De allí solo pueden salir en barca, cuando la mar lo permite, o caminando un par de horas barranco arriba hasta la carretera.
—Aquí los conflictos siempre son por los límites de los terrenos. Fíjate en los pueblos: están construidos en las crestas de los montes. Todo son barrancos, casi no hay tierras cultivables, por eso construyen las casas en las crestas y dejan libres las laderas más suaves para plantar alguna cosa. La tierra es escasa y los vecinos discuten por un metro, porque ese metro te da la vida. Siempre tenemos líos por los límites.
Pidió una cerveza sin alcohol, porque estaba de servicio. Era el policía que patrullaba la comarca montañosa de Anaga, un mundo aparte en el extremo nordeste de Tenerife, un territorio volcánico que se desmigaja, tallado por la erosión, surcado por barrancos profundos, perforado por antiguas casas-cueva, cubierto por bosques espesos de laurisilva, despeñado hacia una costa abrupta y desierta, asomado a un mar bravo del que emergen agujas de roca negra. El policía tenía cuarenta y tantos, era fibroso, enérgico, de pelo canoso cortado a cepillo, llevaba todo el día patrullando y tenía ganas de hablar. En el bar del albergue solo estábamos el camarero, un vecino, el policía y yo.
El policía bebió media cerveza de un trago y empezó con una historia, con la que parecía su favorita para desplegarla ante los foráneos.
—Aquí también pasó lo del Maso, lo del Brujo —y se calló, teatral.
—¿El Brujo?
—El Brujo, el Maso: Dámaso Rodríguez, ¿nunca oíste hablar de él?
Dámaso Rodríguez: antiguo legionario, mirón, violador y asesino. Le gustaba espiar a las parejas que se iban en coche a los rincones apartados de Anaga, conocía los lugares más habituales de esas escapadas amorosas. En 1981 se acercó al coche de una pareja, sacó una pistola, mató de un tiro al chico, pegó y violó a la chica, se llevó el coche con la chica y el cadáver del chico hasta otra zona, los dejó allí y desapareció.
—La gente de la zona sabía en qué andaba el Maso —siguió el policía—. Lo detuvieron, la chica lo reconoció y lo condenaron a un montón de años. Pero en 1991 un juez le dio un permiso de tres días, salió y no volvió.
Una semana después de que Rodríguez saliera de la cárcel, apareció el cadáver de un turista alemán en el bosque. Al día siguiente encontraron el cadáver de la mujer del turista, también alemana, que había sido violada. La Guardia Civil buscó a Dámaso Rodríguez por las montañas de Anaga, pero el antiguo legionario conocía palmo a palmo los senderos, los barrancos, las cuevas en las que podía dormir sin que nadie lo descubriera, y siempre se escabullía. Los habitantes de algunas casas aisladas en la montaña escucharon a alguien que merodeaba cerca. En otras casas denunciaron pequeños robos de comida y ropa. Los guardias civiles encontraban esas ropas y esos restos de comida en las cuevas que el Maso iba utilizando. Durante una temporada incluso cerraron la escuela, para que los niños no anduvieran por los caminos de la comarca mientras el Maso anduviera suelto.
—Llevaba escapado cosa de un mes. Un día, una familia fue a una segunda casa que tenían en el monte, en Solís, vieron que la puerta estaba forzada y que dentro andaba alguien. Se marcharon echando leches y llamaron a la Guardia Civil. Esos días todo el mundo andaba acojonado. Vinieron los guardias, rodearon la casa y el Maso se lio a tiros. Al final se mató con una escopeta. Lo encontraron tumbado en la cama de una habitación.
El policía terminó la cerveza.
—Pero bueno, esto es una zona muy tranquila.
El vecino, que había callado todo el rato, dijo que en aquellos días de la fuga del Maso él llevaba siempre la escopeta en el coche, cuando tenía que conducir por el monte.
—Esta es una zona muy tranquila —insistió el policía—. Hombre, hay que tener cuidado con los ladrones, como en todas partes. Se esconden en el bosque, cerca de los miradores de las carreteras, porque allí los turistas dejan el coche y se van a sacar unas fotos o a dar un paseo. Entonces les abren el coche, roban lo que pillan y vuelan. Si paras en algún mirador, no dejes nada en el coche. Y cuidado con las carreteras, que son muy estrechas, ya has visto cómo bajan por las laderas de los barrancos, son peligrosas. El terreno volcánico es inestable, cuando llueve hay desprendimientos y tenemos que andar quitando piedras de las carreteras. Pero bueno, como ya se ve que son carreteras peligrosas, la gente conduce con mucho cuidado y casi nunca tenemos accidentes. Esta zona es muy tranquila, yo estoy muchísimo más tranquilo aquí que cuando trabajaba en Santa Cruz —y hace con la mano un gesto de lejanía, como si Santa Cruz estuviera en Australia.
Hasta el fondo de Anaga
Anaga es el resto de una isla volcánica que empezó a brotar hace nueve millones de años y siguió creciendo, de erupción en erupción, hasta hace cuatro millones. La mitad norte de aquella isla de Anaga se fracturó, sufrió grandes desprendimientos y desapareció entre las aguas. La mitad sur se unió a la naciente isla de Tenerife: es el actual macizo de Anaga, un territorio abrupto y remoto a solo veinte kilómetros de Santa Cruz de Tenerife.
Las lluvias y los vientos erosionaron los montes. Anaga es una sucesión de crestas afiladas y barrancos profundos. En las cuevas encontraron momias guanches como la de San Andrés, un varón de 25 a 30 años envuelto en tiras de piel de cabra y con cuencos que probablemente contenían ofrendas: debía de ser algún personaje notable de la sociedad aborigen, quizá el mencey, el rey del territorio de Anaga en tiempos anteriores a la conquista castellana. Los humanos se instalaron en el fondo de esas vaguadas, donde se acumula la poca tierra estable y fértil, donde los colonos castellanos plantaron cañas de azúcar y donde ahora se cultivan viñedos. Desperdigadas entre barrancos, también permanecen algunas aldeas.
A veces no es fácil verlas. Desde el mar, los vientos alisios traen un manto de nubes que trepa por la montaña y riega, en las alturas, un bosque extraño: la laurisilva, con sus laureles, fayas, acebiños, palos bancos y tejos, con sus rocas tapizadas de musgos, helechos y lianas. Es otra reliquia natural, un resto de las selvas nubosas y templadas que cubrían media Europa y el norte de África hace veinte millones de años, hasta que las glaciaciones acabaron con ellas. Solo quedan restos en algunas islas atlánticas como las Canarias, en parajes de América del Sur y África del Sur. Anaga presume de una biodiversidad extraordinaria, de una gran concentración de especies, de ser una isla dentro de la isla.
La pequeña carretera que recorre el lomo de los montes de Anaga termina en el pueblo de Chamorga. Allí hay una ermita, hay un bar que sirve carne de cabra, papas con mojo y vino local, hay dragos y hay una obligación: la de calzarse las botas si se quiere avanzar. Se acabó el asfalto, empiezan los senderos.
Chamorga es una puerta a dos planetas muy distintos.
Hacia arriba, donde las nubes se enredan en la montaña, se extiende el bosque empapado y caliente de la laurisilva. Un sendero hipnótico sube por la penumbra, con chorros de luz aquí y allá, que encienden destellos en el musgo, la hojarasca, los troncos plateados. En el Cabezo del Tejo se abre un mirador panorámico sobre la costa de Almáciga y Taganana. Es un litoral negro, batido por la espuma y el salitre, una costa erizada de crestas, torres, pitones, cuchillas y roques, como una mandíbula abierta con sus colmillos listos para atacar cualquier amenaza que llegue del océano. Todas esas prominencias son restos del magma que se enfrió lentamente en el interior de chimeneas volcánicas y que cuajó en un material más resistente a la erosión, es material más duro que el resto de la montaña, son picos que quedaron desnudos y afilados cuando el viento y la lluvia retiraron las tierras más blandas que los envolvían.
De Chamorga hacia abajo, donde las nubes aún no cuajan, se extiende una costa árida. Hay que ponerse suculento. Es decir: acumular agua para resistir la sequía. Para eso están el bar Casa Álvaro o la fuente del pueblo. Un camino sube primero hacia el monte Tafada, en cuyas laderas resecas crecen precisamente las plantas suculentas, aquellas que desarrollan hojas muy gruesas para almacenar agua y resistirse a la evaporación: los cardones con forma de candelabro, las greenovias con sus rosetas verdes, las chumberas, los aloes, algún drago. Desde la pequeña cumbre de Tafada, en la que hay una casa en ruinas, el camino baja en picado hacia el mar y ofrece vistas sobre dos islotes, otros dos restos de material volcánico más duro: el Roque de Tierra -una pirámide rocosa de 180 metros de altitud- y el Roque de Fuera -parece un saurio de piedra, con la cabeza y el lomo fuera del agua-.
En la cumbre de Tafada se situaban los atalayeros, para encender fuegos y orientar a los barcos que bordeaban esta punta noreste de Tenerife. Más abajo está el faro de Anaga, construido en 1861, dirigido siempre por un hombre y alimentado siempre por las mujeres: ellas cruzaban las montañas y bajaban los barrancos hasta la costa, transportando sobre sus cabezas las vasijas de aceite de oliva con las que encendían el faro. Luego vinieron las garrafas de parafina y las de petróleo. Y el camino baja todavía más, hasta la cala de Roque Bermejo, donde los pescadores establecieron una minúscula colonia de supervivencia. Aquí se refugiaban cuando había reboso, es decir, mar de fondo con oleaje. Construyeron un pequeño muelle, unas casetas, y algunos se instalaron aquí definitivamente, en esta cala, en el fondo de un barranco, alejados de cualquier camino terrestre. Ahí siguen.
La aldea de Roque Bermejo es un puñado de casetas de colores que parecen dados lanzados desde la montaña, que fueron rodando barranco abajo hasta pararse en el borde del mar. En la parte alta quedan varias casas descalabradas, bancales devorados por el matorral y una ermita en cuyo interior vi sacos, tablas y tejas. Aquí no llega ninguna carretera, solo el sendero que baja del monte Tafada y del faro de Anaga, y el otro sendero que baja por el barranco.
Me pareció, al primer vistazo, un pueblo abandonado.
Pero cerca de la playa me encontré con una casa recién pintada de blanco y azul, parecía una villa egea. Tenía una placa solar. Y a la puerta se asomó una señora con blusa verde, falda negra y sombrero de paja. Me dio los buenos días, le di los buenos días.
—Ah, usted no es alemán.
En Roque Bermejo las personas suelen ser de dos tipos: los de Roque Bermejo y los alemanes que a veces pasan caminando.
La mujer se llamaba Fidelina Gallardo y tenía 78 años. Me invitó a pasar al interior de la casa, a un cuarto sombrío, fresco, que tenía una mesa con mantel de hule, un frigorífico y un mostrador. Detrás del mostrador había una estantería con paquetes de galletas, latas de refrescos, cerveza, vino, ron, aceite, tabaco, latas de conservas, plátanos y papel higiénico. Fidelina era la ventera de Roque Bermejo. Le compré un refresco y unas galletas.
—Usted tampoco es alemana.
—No, no. Yo me casé con un pescador de Roque Bermejo y me vine a vivir aquí. Me casé con 23, tengo 78, eche las cuentas.
Fidelina nació en una cueva de la montaña de Las Bodegas, a pocos kilómetros de aquí, cerca de la Punta de Anaga. Con ocho años cuidaba las cabras de la familia, alguna vaca. La siguiente muesca en su biografía es la boda.
—Me casé con 23, me vine con el marido a Roque Bermejo y nos pusimos a vivir en casa de la suegra, en una habitación, entonces no había otra manera.
Tuvieron dos hijos, a la primera le dio el pecho dos años porque no tenía casi nada más para darle.
—Antes era todo miseria. Yo subía con el pescado a los pueblos para cambiarlos por papas. Mi suegra nos daba alguna gallina. Así vivíamos, era la pena negra. Ahora la gente gana mil euros, tiene casa, tiene coche, se compra toda la ropa que quiere. Yo solo tenía un vestido, lo lavaba, lo cosía, y siempre con el mismo. Me hubiera gustado ser joven ahora, tienen todo lo que quieren. Me dan un poco de envidia, pues sí.
Fidelina me mostró las fotos antiguas de la pared. Se veían hombres junto a un bote de pesca.
—Aquí la gente pescaba pero sobre todo vivía del bosque. Subían al bosque y hacían carbón, sacaban madera, hacían varas de brezo, de haya, de acebiño. Las varas las vendían como tomateras. Este puerto era sobre todo para eso: para sacar el carbón y la madera, para llevarla a otros pueblos, incluso hasta Santa Cruz. Se pescaba, pero sobre todo se sacaba madera. Entonces no había carreteras. Era mucho más difícil ir por tierra a Santa Cruz que por mar. Mis hijos se criaron aquí. En las huertas teníamos papas, lentejas, habas, trigo, cebada, de eso comíamos. De eso y de las cabras y las vacas y de algo que se pescaba. Si la niña se me ponía mala y si había reboso, no podíamos salir por mar. Me la echaba así, al hombro, y subía por el monte. Eran cuatro o cinco horas hasta Igueste de San Andrés. Allí ya había médico. Ahora la carretera llega hasta Chamorga, pero yo ya estoy mayor y subir allá me cuesta dos horas.
Fidelina y su marido juntaron un poco de dinero y se marcharon a la ciudad.
—En Roque Bermejo los niños no iban a la escuela. Por eso, cuando ya tenían siete, ocho años, compramos un piso en San Andrés y nos fuimos allá, para llevarlos a la escuela. San Andrés está cerca de Santa Cruz, ¿lo conoce? Pero seguíamos viniendo al Roque, y así seguimos. Venimos mi marido y yo, pasamos una temporada aquí, otra en San Andrés. Algunos otros también vienen al Roque, pasan aquí unos días, unas ocho o diez personas. El Antonio es el único que vive siempre aquí, trabajando en las huertas. A veces vienen unos alemanes muy buenos. Son amigos. Una vez invitaron a mi marido a Alemania, le pagaron el avión y todo. Vienen y hacemos parrandas con ellos, nos gusta mucho la parranda. En la casa tenemos cuatro guitarras y un laúd.
Me señaló una foto en la que aparecía un grupo de gente tocando la guitarra, bailando, cenando en una terraza. En otra se la veía a ella, con unos sesenta años, caminando con dos cajas de cervezas sobre la cabeza.
Le pedí permiso para sacarle una foto en la puerta de la venta. Receló un poco.
—No será usted inspector, ¿verdad?
Las cuatro o cinco casas más cercanas a la playa estaban bien pintadas y cuidadas, con antenas de televisión en el tejado. Se escuchaban voces. En la arena negra, justo debajo de una ventana, alguien había colocado piedras que formaban las letras “te kiero” dentro de un corazón. Un chico y una chica de veintipocos se bañaban en la cala, su perro los miraba desde la orilla. Un señor daba una mano de pintura azul a una chalupa. Otro ponía una olla al fuego, en una cocina con las ventanas abiertas al mar. Fidelina salió con una cesta a llevarle el almuerzo a su marido, que estaba pescando en el bote, y me contó que la ermita la estaban rehabilitando. Hacía treinta años que no se celebraba una misa, desde que murió el último cura que venía, el siguiente ya no quería venir hasta aquí. Pero antaño en esa ermita se casaban las parejas. Y ahora la iban a arreglar, me dijo.
El camino de regreso a Chamorga sube por el barranco de Roque Bermejo. En algunos puntos las rocas aparecen pulidas y brillantes por las pisadas: es el camino abierto por los pasos de los vecinos, arriba y abajo, durante tantos años. Es el camino por el que subía Fidelina con 28 años y su niña enferma a hombros, el camino por el que aún subía Fidelina con 78, para salir hacia el resto del mundo.
Ander Izagirre