En la medianoche del 9 de enero de 1959, como muchos se temían, la presa se rompió. Ocho millones de metros cúbicos de agua arrasaron el pueblo de Ribadelago (Zamora), mataron a 144 personas y destruyeron una comunidad montañesa que llevaba mil años sufriendo todo tipo de abusos y desprecios. María Jesús Otero sobrevivió a la riada con 10 años. Ahora pasea entre las ruinas y levanta con su memoria el pueblo desaparecido.
María Jesús Otero ve lo que ya nadie ve. Camina por los restos del pueblo viejo de Ribadelago y ve una casa de piedra, madera y pizarra, la casa en la que vivían Pilar y Pedro con sus tres hijos pequeños, ve esa casa donde los demás solo vemos un desmonte en el que crece un castaño. Queda algo que sí vemos: seis escalones de granito, rebozados de hojarasca y musgo, que se interrumpen en el vacío. El resto de la casa desapareció con sus cinco habitantes, arrastrada por el agua, media hora después de la medianoche del 9 de enero de 1959.
María Jesús era una niña de 10 años que sobrevivió a la tragedia de Ribadelago. Ahora es una mujer menuda de 72, media melena mechada, ojos claros, que pasea con abrigo acolchado y fular por los grandes bloques de granito, pulidos por un antiguo glaciar, entre los que permanecen desperdigadas las ruinas de su pueblo. Ella, como tantos supervivientes, se marchó. Hoy ha vuelto desde Madrid para levantar con la memoria algunas escenas de aquella vida arrasada. Saca unas tarjetas con apuntes, muestra los libros que escribió sobre la tragedia –El bramido del Tera y Tráeme una estrella-, viene hablando, señalando y explicando, pero al llegar aquí, al hueco que devoró a sus cinco vecinos, se interrumpe y se queda un minuto en silencio. Pasa la mano por el último escalón de granito, acariciando las ausencias. Respira profundo. Tarda unos segundos en recuperar el habla. Lo hace con voz quebrada, al borde del sollozo.
—Aquí mismo me despedí de Pilar la tarde anterior. Hasta mañana, Pilar. Hasta mañana.
Aquella tarde del 8 de enero, el joven Adolfo bajó preocupado de la montaña: la presa pierde mucha agua, dijo. En el pueblo todos sabían que aquel muro de trescientos metros de largo y 33 de alto lo habían construido con mucha prisa y poco escrúpulo, que se le escapaban chorros como a una regadera, que llevaban dos años inyectando cemento en las grietas sin conseguir taponarlas. Sabían que pocos días antes algún despacho había emitido la orden: tenían que probarla de una vez, tenían que llenar el embalse de Vega de Tera hasta los topes y aumentar al máximo la producción eléctrica. Así se acumularon ocho millones de metros cúbicos de agua contra un muro de hormigón mal trabajado, mal cimentado en la roca y mal sostenido por unos contrafuertes de mampostería que se iban deformando. A los pies de la presa empezaba el cañón por el que cae el río Tera durante ocho kilómetros y quinientos metros de desnivel hasta Ribadelago, a orillas del lago de Sanabria.
Pilar dio la última cena a sus tres niños, los acostó y subió a la casa de su vecina Carolina, donde varias mujeres habían quedado para espadar lino en la cuadra, alumbradas con candiles de carburo. Poco después de la medianoche apareció su marido Pedro muy nervioso:
—Se oye un ruido muy fuerte en el fondo de la vega, parece que andan los demonios revueltos.
Salieron todas de la casa y sintieron que la tierra temblaba mientras un estruendo atronador se acercaba en la oscuridad.
—¡Dios mío, es agua! ¡Es agua! ¡Viene agua hasta aquí arriba!
Pedro y Pilar bajaron corriendo hacia su casa en busca de los tres niños. Nadie los volvió a ver jamás, a ninguno de los cinco. Cuando se hizo de día y los vecinos salieron a buscarlos, no quedaba rastro de ellos ni de la casa. El agua la había barrido entera, salvo los seis escalones de granito que ahora acaricia María Jesús.
*
Algunos se despertaron por los gritos de los vecinos, otros por el estruendo de la riada, otros por los mugidos de las vacas que se ahogaban en el establo, otros por las campanas que alguien tocó a rebato, otros cuando el agua subió hasta su cama. Agarraron a los bebés, gritaron a los niños, salieron corriendo por las puertas, huyeron por las ventanas, rompieron los techos en el último instante y saltaron a los piñeos, a los peñascos en cuyas cumbres se apretaron por docenas, confundidos, aterrorizados, en tinieblas, oyendo el fragor de las casas que se derrumbaban, oyendo el crujido de los castaños arrancados de cuajo, oyendo los chillidos de hombres y mujeres arrastrados por las aguas, intuyendo bultos que podían ser personas o animales, gritando el nombre de la hermana perdida, del niño que faltaba…
—¡Pepín! ¡Pepín! ¡Mi hijo!
…gritando el nombre de Pepín, cuatro años, cuyo cadáver aparecería al día siguiente. Gritaron el nombre de la hermana, gritaron madre, madre, madre, rezaron cuando el agua subió hasta lamerles los pies, se abrazaron en familias para que la muerte los arrastrara a todos juntos, gimieron cuando el nivel empezó a bajar, callaron un momento, gritaron de nuevo los nombres de los ausentes.
Encontraron al joven Amable deambulando desnudo, sacudido de temblores, desorientado. La riada se había llevado su casa, él se había salvado al chocar contra un roble y agarrarse a las ramas, pero había visto desaparecer aguas abajo a su mujer, su madre, su hija Antonia de 7 años y su hijo Pedro de 4. Encontraron a Felipe el ciego pidiendo auxilio en el tejado de su casa, casi desnudo, con su hijo de un año en brazos, sollozando desesperado: cuando estaban a punto de ahogarse en la habitación, su mujer Felicidad abrió un hueco en la cubierta de pizarra, ayudó a Felipe a trepar con el niño pero ella ya no pudo salir. Por la mañana encontraron yeguas y cerdos ahogados en los establos, encontraron cuerpos humanos entre los restos de alguna casa, enredados en los árboles o frenados contra algún muro, encontraron 28 cadáveres y nunca encontraron los otros 116, arrastrados al fondo del lago turbio.
*
Cien familias campesinas en la cuenca de un antiguo glaciar: eso era el pueblo viejo de Ribadelago, un conjunto de casas serranas que se apretaban unas contra otras a mil metros de altitud, al pie de un imponente circo de montañas verdes y grises, de lagunas plomizas y bosques oscuros, de ríos furiosos que caen por cañones al lago de Sanabria. Algunos barrios se alineaban a la orilla de las vegas, otros trepaban por los piñeos, las jorobas de granito, y esos emplazamientos marcaron la diferencia entre la vida y la muerte.
Fue una distribución aleatoria del horror. María Jesús vuelve ahora en silencio a la peña en cuyo regazo se levantaba la casa de su familia, unos metros por encima de las vegas. Su madre se había disgustado años atrás, cuando en el reparto familiar le tocó esta casa un poco alejada del pueblo, del bullicio diurno, de las tertulias nocturnas, pero aquellas casas del centro quedaron arrasadas y esta permaneció a salvo. Aquí dormía María Jesús junto a sus padres, su abuela y cuatro hermanos, cuando se despertó con los chillidos de una mujer.
—¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío!
Era Carmen, una mujer de 23 años, amiga de la familia. María Jesús corrió a despertar a su padre, que se asomó a ver qué pasaba y enseguida dijo:
—Se ha roto la presa.
Carmen seguía gritando:
—¡Ay, Dios mío! ¡Que se han ahogado todos!
Venía con su madre, que tenía problemas cardiacos y jadeaba de angustia. Se habían despertado con el ruido y habían salido de casa unos segundos antes de que el agua la derrumbara. Habían cruzado eras y trepado peñascos, habían gritado pidiendo auxilio, habían pensado que el agua se había llevado a todos los vecinos, hasta que los familiares de María Jesús salieron para socorrerlas. La madre encendió un fuego, acostó a la señora enferma de corazón en el escaño de la cocina y le preparó una infusión de manzanilla.
María Jesús salió con su abuela a la galería de madera y trató de entender. Le pareció que el mundo había desaparecido: la oscuridad se había tragado el pueblo y oyó gritos, muchos gritos que venían desde el borde de algún abismo.
—Se oían por todas partes, ¡madre!, ¡padre!, ¡Clementina! Pensé que así debía de ser el infierno. La vista se me fue acostumbrando y me di cuenta de que todo estaba cubierto de agua. Pensé: “¿El lago ha venido hasta aquí?”.
María Jesús entrevió una forma enorme que sobresalía de aquella superficie líquida.
—Era un muro de la iglesia. La fachada había resistido el golpe, pero el edificio se llenó, la presión derribó desde dentro uno de los muros y lo arrastró hasta aquí. En ese momento no lo entendía. Me quedé aturdida, no lloraba ni hablaba.
El padre quería salir a echar una mano pero el agua le impedía acercarse al pueblo. La noche pasó lenta, oscura, erizada de gritos. Y él tuvo que quedarse en casa, encerrado, dando vueltas en la jaula de su congoja, hasta que clareó. Salió por la parte trasera, subió a la peña, vio el panorama y volvió sacudido por los sollozos:
—Ya no hay pueblo.
*
Para María Jesús Otero, la tragedia de 1959 no representa una desgracia aislada sino la culminación de mil años de desprecio. Lo explica en otro lugar que solo ella ve: la antigua laguna de las Touzas, desaparecida bajo una explanada de asfalto en la que ahora aparcan los coches de los turistas, tres kilómetros antes de llegar a Ribadelago, junto al balneario abandonado.
Este es un sitio muy especial. O era un sitio muy especial, porque ahora no le dice nada a casi nadie: era el lugar hasta el que venía la gente del pueblo para despedir a los que emigraban. Aquí, junto al balneario, empezaba la carretera. Los emigrantes se iban al puerto de Vigo y allí embarcaban hacia Cuba.
—Cuántos jóvenes se marcharon a Cuba, cuántos, cuántos, porque aquí nunca nos dejaron ganarnos la vida.
Es una mañana fría y nubosa de abril, de luz mezclada con cenizas. Las montañas se alzan como un mausoleo de granito alrededor del lago de Sanabria, inmensa plancha de plomo. El agua es tan digna como la tierra para enterrar a los muertos, dijeron los encargados del rescate, cuando los buzos se rindieron sin encontrar ni uno solo de los 118 cuerpos arrastrados al lago.
—Estamos en una cuenca glaciar muy alta, rodeados de sierras, con un clima frío —dice María Jesús—. Teníamos pocas tierras de cultivo, lo justo para unas patatas, centeno, lino, berzas, nabos, unas huertas. De los bosques sacábamos leña. Criábamos algunas vacas en los prados. Y poco más. La vida siempre fue muy pobre. Teníamos a mano una gran riqueza, las famosas truchas del lago, pero nunca fueron para el pueblo.
En el siglo X el rey de León concedió a los monjes de San Martín de Castañeda, en la orilla norte, la propiedad del lago y sus tierras cercanas, incluido el derecho exclusivo de pesca. Unos siglos más tarde, el conde de Benavente, protegido de los Reyes Católicos, también se adueñó de parte de los montes, pastos, vegas y pesquerías. Los campesinos pagaban tributos a frailes y condes, en los años de malas cosechas malvendían alguna vaca para pagar las deudas, y ni siquiera podían pescar para aliviar el hambre. La desamortización de Mendizábal apenas cambió el panorama: el Estado expropió las tierras, las sacó a subasta y en 1842 se las otorgó al marqués de Villachica, quien obtuvo la propiedad privada del lago y reforzó un cuerpo de guardas para vigilar que los campesinos no sacaran ni una miserable trucha.
El lago fue de los monjes. El lago fue del conde. El lago fue del marqués. A mediados del siglo XX, el lago iban a recrecerlo para convertirlo en un embalse que borraría Ribadelago del mapa, hasta que la tragedia se adelantó.
Estaba prohibido pescar, prohibido navegar, prohibido remojar el lino en sus aguas.
Para los campesinos el lago solo sirvió como fosa común.
—Desde siempre nos hicieron mucho daño —cuenta Carmen, vecina de 81 años, en el libro El bramido del Tera de María Jesús Otero—. Los guardias civiles nos traían acobardados, amenazados, perseguidos. A mi tío Antonio le quitaban los aparejos y la pesca. Se le había muerto un hermano, sus sobrinos pasaban hambre, él solo quería llevarles unas truchas, los guardas lo sabían pero no le dejaban pescar. Una vez lo pillaron. Lo llevaron al cuartelillo, le pegaron mucho y lo amenazaron. Volvió dolorido, derrotado, humillado. Aquella vida era todo represión.
Era todo represión, todo amenaza, todo advertencia. Los monjes cistercienses trajeron a Sanabria una leyenda medieval que se repetía en diversas regiones de Europa: la del pueblo hundido en el fondo de un lago como castigo por sus pecados. Aquí contaban que un peregrino llegó a una aldea llamada Valverde de Lucerna pidiendo limosna y nadie le hizo caso, salvo unas panaderas que le dejaron cobijarse al calor del horno y le cocieron un pan. El peregrino les dio las gracias, les reveló que era Jesucristo y les dijo que huyeran al monte con sus familias porque iba a castigar al pueblo por su falta de caridad. Clavó el bastón en la tierra, brotó una inundación y Valverde de Lucerna quedó sumergida. Así surgió el lago de Sanabria: como castigo a los campesinos.
—El día de San Juan, si tienes el alma limpia, al alba puedes escuchar las campanas del pueblo sumergido —cuenta María Jesús.
Miguel de Unamuno se alojó en el balneario en mayo de 1930. Aquí se inspiró para su novela San Manuel Bueno, mártir, situada en la imaginaria Valverde de Lucerna, y escribió estos versos:
Servir de pasto a las truchas
es, aun muerto, amargo trago;
se muere Riba del Lago,
orilla de nuestras luchas.
Parece una premonición de exactitud escalofriante sobre los 118 cadáveres arrastrados al fondo de las aguas en 1959, pero es, sobre todo, una prueba de que Ribadelago ya se iba muriendo mucho antes de la rotura de la presa.
A María Jesús le gusta bajar por el sendero a las ruinas del balneario, un conjunto de edificios abandonados en la orilla, entre las zarzas que ocultan las fuentes sulfurosas y las viejas bañeras de granito en las que tomaban las aguas los visitantes ilustres.
—Aquí trabajaron mi madre, mis tíos, mucha gente del pueblo. Los hombres hacían los trabajos de mantenimiento, cuidaban los animales, segaban. Las mujeres cocinaban, limpiaban, atendían a los bañistas.
La Diputación de Zamora construyó una carretera en 1880 para que llegaran al balneario los carruajes de los bañistas. No quisieron prolongarla tres kilómetros hasta Ribadelago. ¿Para qué? ¿A quién le importaban aquellos campesinos que vivían al final de un camino por el monte?
—A las autoridades solo les interesaba el pueblo para cobrar impuestos y para llevarse los mozos a las guerras —dice María Jesús.
En la década de 1930, cuando mandaron por fin las máquinas para extender la carretera hasta Ribadelago, una persona de cada familia tuvo que dedicar una jornada semanal a picar piedra o transportar carretillas. También trabajaron niños: dos jornadas de un menor contaban como una de adulto.
Los vecinos también interesaban como mano de obra barata.
En la posguerra, durante la fiebre de la construcción de pantanos, las empresas hidroeléctricas se fijaron en las lagunas glaciares que salpican las montañas de Sanabria: proporcionarían un caudal constante desde grandes alturas durante todo el año, en condiciones ideales para producir energía eléctrica.
Con las presas extendieron la electricidad por España, ampliaron los regadíos, impulsaron industrias, ayudaron a la prosperidad económica de muchos. Pero el precio más pesado lo cargaron sobre los lomos de miles de campesinos, que vieron cómo demolían sus pueblos sin derecho a rechistar. Desaparecieron casas, puentes, iglesias, calzadas, molinos, vegas, cultivos, ríos, paisajes, culturas, historias, sepultaron sus modos de vida. A algunos los recolocaron en pueblos nuevos, diseñados sin alma, muchos emigraron a las ciudades, dejaron vacías y descuidadas las tierras de sus antepasados. En ningún sitio fue tan traumático como en Ribadelago.
La rotura de la presa no solo se llevó 144 personas, mil quinientos animales, un centenar de casas y muchas hectáreas de cultivos.
—En una sola noche desapareció el espíritu del pueblo —dice María Jesús—. Vivíamos en comunidad, colaborando en las tareas del campo, cuidando los unos de los otros, celebrando concejos, organizando fiestas. Había una idea fuerte de pertenencia. Después de la tragedia los supervivientes nos disgregamos. Ahora hay gente viviendo aquí, pero el pueblo murió para siempre.
*
María Jesús Otero repite 62 años después su recorrido más angustioso, el que siguió aquella mañana de la tragedia, caminando a una cierta distancia de su padre para que él no la viera. Desde el emplazamiento de su antigua casa hasta el centro del pueblo, es un itinerario por el filo que cortó su vida en dos. Y ella avanza ahora mirando a ambos lados, al pasado y al presente.
En el pasado ve los campos de centeno y lino con los muros bien cuidados, sin una piedra fuera de lugar, con las familias trabajando y cantando, golpeando la paja, arreando los animales, mientras los niños llevaban la comida a sus padres. Ve la repisa de la roca en la que se sentaba a jugar a las cocinitas, el hueco en el que guardaba las hierbas y las flores como si fueran sus ingredientes. Recuerda a los pastores que subían con las vacas a las montañas, los árboles en flor, las cabras saltando por las peñas, las fuentes entre las rocas, los mederos firmes, los olmos, robles, castaños, jacintos, narcisos, el paraíso que desapareció en cuestión de segundos.
—La belleza alivia al ser humano de muchas penurias —dice—. No solo la belleza natural, no solo las montañas, los ríos, el lago, también la belleza de tener el pueblo bien cuidado, los campos, los caminos, las casas, este era un pueblo pobre pero con el orgullo del trabajo bien hecho. En las esquinas de los huertos, junto a las berzas, plantaban azucenas para que olieran bien.
María Jesús camina entre los campos ahora desiertos y los solares de las casas que desaparecieron.
—Esto es un susurro de lo que fue.
Y llega a las ruinas de la iglesia. En un muro lateral se abre una gran ventana de medio punto.
—Aquella mañana vi una vaca muerta, atravesada en esa ventana con la cabeza dentro de la iglesia y la cola fuera.
Más adelante la niña María Jesús entró en una casa en la que habían improvisado una morgue, porque oyó que allí estaba el cadáver de Angelita, una amiga de su edad.
—La encontré tumbada sobre una manta y me costó reconocerla. Tenía la cara hinchada, me produjo una impresión tremenda. No lloré, no dije nada. A su lado había otros cuerpos tapados con mantas. Me fui de allí y, cuando me quedé sola, rompí a llorar, lloré muchísimo.
María Jesús suspira hondo.
—Tengo una foto de las doce niñas que hicimos la Primera Comunión, en la tragedia murieron cinco. Nunca lo he asumido. Me he pasado la vida intentando no pensar en Angelita, intentando no imaginar cómo fueron sus últimos momentos, pero cada vez pienso en ella más a menudo.
En el pueblo viejo viven ahora dos docenas de personas, en pequeños bloques de hormigón y ladrillo que construyeron aquí y allá por las callejuelas reviradas, entre las típicas casas sanabresas de piedra, pizarra y madera, las casas supervivientes de la tragedia que se siguen desmoronando con cada lluvia, con cada viento, con cada invierno. La ruina de 1959 sigue devorando Ribadelago por pura dejadez. Las calles están descuidadas, sucias de plásticos, cables y cascotes, pringosas de los excrementos de cabras y gallinas. Hace muchos años en algunos solares levantaron monolitos con los nombres de las víctimas que vivieron allí, pero ahora casi no se ven, porque han apilado sacos de cemento, ferrallas y montañas de ladrillos rotos. En Ribadelago la memoria es un vertedero.
María Jesús siente la urgencia de sacar entre los escombros todo lo que está a punto de olvidarse. Quiere que alguien más sepa, por ejemplo, qué es ese hierro retorcido de diez centímetros que brota de la Peña Puente, de este promontorio de granito pulido por los pasos de sus ancestros que se reunían aquí a diario. En la Peña Puente clavaron una placa con los nombres de los muertos y levantaron la escultura de una mujer con su criatura en brazos, pero el detalle que emociona a María Jesús hasta las lágrimas es ese anclaje de hierro retorcido que sobresale diez centímetros de la roca.
—Ese hierro es todo lo que quedó de la casa de Severina.
Severina tenía 26 años y trabajaba en Madrid desde los 22. Un día su jefe llegó muy nervioso con el periódico. Le dijo que había ocurrido algo grave en su pueblo pero no le dejó ver la noticia. Severina cogió el tren y llegó a Ribadelago dos días después de la tragedia sin tener ni idea de lo que le esperaba. Cuando vio el pueblo destruido, se quedó aterrorizada. Corrió hasta la Peña Puente y no encontró rastro de su casa: el agua se la había llevado entera, sus padres habían desaparecido, solo quedaba la roca limpia, la punta del hierro retorcido. Se quedó muda.
—Nos arrancaron el pueblo —dice María Jesús—. Lo único que nos queda es contar nuestra historia.
*
María Jesús se marchó a estudiar primero a Salamanca y luego a Madrid, donde se instaló y donde ha sido profesora hasta la jubilación, y cada vez que vuelve a Ribadelago se fija en las enormes torres eléctricas que acompañan a la autovía.
—Para mí son un recordatorio permanente. Las ciudades reciben la electricidad desde mi pueblo, que a cambio solo recibió destrucción.
La explotación de las lagunas de Sanabria se la concedieron a la empresa Hidroeléctrica Moncabril, fundada por Javier Martín-Artajo, hermano del ministro franquista de Asuntos Exteriores. Entre 1953 y 1956 emprendieron un proyecto colosal para represar lagunas, para enviar sus aguas por canales perforados en las montañas de granito hasta los grandes embalses, para construir saltos de cientos de metros y alimentar las turbinas de la central eléctrica de Ribadelago. Y lo hicieron con el trabajo bestial de mil trescientos hombres de la zona. Usaron parejas de vacas para acarrear los materiales de construcción hasta las partes altas de la sierra, partieron rocas con puntero y maza para abrir una carretera, levantaron presas de hormigón y mampostería, abrieron túneles a golpe de maza, barreno y dinamita, soportaron temporales de nieve apiñados en barracones, enfermaron, murieron. Les explotaban dinamitas a destiempo, se despeñaban en un camión, los aplastaba un desprendimiento o una vagoneta que caía descontrolada por un raíl, se les acartonaban los pulmones. Muchos de quienes trabajaron en los túneles, respirando polvo de mineral a todas horas, murieron de silicosis en las décadas siguientes. El castigo se prolongó mucho más allá de la riada de 1959.
—Los hombres trabajaban en las obras de la sierra y las mujeres se afanaban cultivando los campos, pastoreando los animales, cuidando a los hijos y llevando las casas. Fueron años frenéticos.
Primaba la velocidad. Cuando algún obrero expresaba sus temores por la calidad dudosa de la presa, por la mezcla descuidada del hormigón, por los muros que en el exterior presentaban mampostería sólida pero que se rellenaban con pedruscos y arenas para avanzar más rápido, entonces los capataces les respondían con una frase que se convirtió en emblema: “Metros, metros, yo lo que quiero son metros”.
Franco llegó a Ribadelago el 26 de septiembre de 1956, en plena gira de inauguraciones. Apretó un botón falso y alguien avisó a dos obreros para que activaran las turbinas.
La central recibía los saltos de varias presas, pero la de Vega de Tera no se atrevían a llenarla porque perdía agua por todas partes. Le estuvieron inyectando cemento en las grietas durante dos años. El 22 de diciembre de 1958 se marchó el último operario encargado de esa tarea y todos los que lo despidieron recordaban sus palabras.
—La presa no tiene solución, acabará reventando.
Diecisiete días más tarde, alguien decidió llenarla.
*
Nunca juzgaron a ningún responsable de la administración franquista. En 1963, durante el juicio a cuatro directivos de la empresa Hidroeléctrica Moncabril, quedó probado que la presa se rompió porque había sido diseñada con un método “atrevido”, una combinación de hormigón y mampostería que fue elegida por ser “la más rápida y barata”, que el muro lo rellenaron con piedras de mala calidad para avanzar rápido, que no se había cumplido la vigilancia que requería una obra de ese tipo y que el director gerente Gabriel Barceló ordenó que llenaran la presa a sabiendas de su “estado precario”, movido por “la preocupación de obtener el mayor rendimiento de energía eléctrica”. Condenaron a los cuatro directivos por imprudencia temeraria. La pena se limitó a un año de prisión menor, que no cumplieron. Y enseguida fueron indultados.
En los cuatro años previos al juicio, la empresa maniobró para que los vecinos de Ribadelago retiraran sus denuncias. Lo detalla José Antonio García Díez en su libro Ribadelago. Tragedia de Vega de Tera. Les ofrecieron indemnizaciones a la baja, los amedrentaron con la posibilidad de quedarse sin nada y se dirigieron a las autoridades políticas para acallar a los supervivientes. Antonio Martínez-Cattaneo, presidente del consejo de la empresa, escribió al gobernador civil de Zamora para explicarle que ellos estaban dispuestos a pagar ciertas cantidades a las víctimas, pero subrayando que se trataba de un “ofrecimiento generoso” al que no estaban obligados. Pintaba a las víctimas como avariciosos que exigían compensaciones disparatadas y que ya habían recibido “ropas, comida, reparaciones, ayudas de la suscripción popular, del obispado y de los americanos”. Si los vecinos rechazaban su magra propuesta, la empresa impugnaría cualquier indemnización a la que la condenaran. También le contaba al gobernador que la empresa ya había pagado algunos daños y que así estaba “apartando” del proceso judicial a la mayor parte de los afectados, un paso importante, insistía, “para reestablecer la paz social y el orden económico en la comarca”.
Muchos supervivientes se habían quedado sin casas, sin tierras, sin animales, habían sido realojados en barracones, desperdigados por otros pueblos, separados de la comunidad. Pasaba un año, dos años, tres años, el proceso judicial se embrollaba, y ellos vivían en el filo del hambre. Recibieron presiones para retirar sus denuncias. Solo unos pocos vecinos, defendidos por el abogado Santiago Moreno, persistieron en la acusación y consiguieron indemnizaciones mayores. Y así la empresa se ahorró un buen dinero.
En los días posteriores a la tragedia, la Guardia Civil mandó a varios agentes a que espiaran las conversaciones de la gente del pueblo: a quién culpaban, qué decían de la empresa, qué opinaban de las autoridades, qué planes hacían. Al abogado Moreno le costó encontrar peritos, porque temían enfrentarse al poder político y económico, y cada vez que visitaba Ribadelago, le seguían de cerca un par de guardias para intimidar a los vecinos que pretendieran verse con él.
—A veces recibo una llamada en mi despacho, descuelgo el teléfono y suena el “Cara al sol” —contaba.
*
El 15 de enero de 1959, nueve días después de la tragedia, Francisco Franco adoptó el pueblo de Ribadelago, como había hecho con varios pueblos destruidos durante la Guerra Civil. También ordenó la reconstrucción de un pueblo nuevo: Ribadelago de Franco.
Fue otro desprecio, una burla para coronar la tragedia. Los supervivientes querían reconstruir el pueblo en unas praderas elevadas, abiertas, soleadas. Pero las autoridades ignoraron por completo su opinión. Mandaron levantarlo en una franja estrecha entre la orilla del lago y la montaña, donde apenas da el sol, al pie de unas laderas abruptas que los vecinos llaman Peña Mexa, “peña meada”, por la cantidad de regatas que empapan las rocas. Lo construyeron, además, ocupando parte de las escasas tierras de cultivo que no había barrido la inundación.
—Lo construyeron donde quisieron, donde les pareció más fácil, sin tener en cuenta a los vecinos. Mi padre y unos pocos hombres lucharon contra ese proyecto, pero la mayoría de las familias quedaron destrozadas, no tenían energía para peleas, y en aquella época nadie se atrevía a protestar. Así que nada: nos construyeron un pueblo andaluz.
El Ministerio de Vivienda se limitó a replicar el modelo de pueblo blanco que había ido levantando en Andalucía y Extremadura para acoger a los desalojados por los pantanos: una urbanización de pequeñas casas blancas, muy coquetas, sí, pero con paredes finas y mal aisladas, con cubiertas de yeso que enseguida filtraron goteras, sin calefacción. No tenían nada que ver con la arquitectura sanabresa, no eran casas para unos campesinos de alta montaña, en un territorio de inviernos muy duros. Los vecinos debían caminar varias veces al día un kilómetro hasta el pueblo viejo, donde mantenían las cuadras, los cobertizos de las herramientas, los huertos y los campos. Les destruyeron el pueblo y les asignaron uno mucho peor, en el que pocos se quedaron a vivir.
—La gente se cree que nos regalaron las casas. Ni hablar: tuvimos que comprarlas con el dinero de las indemnizaciones.
En el momento de la tragedia, Ribadelago contaba con 558 habitantes fijos y 106 eventuales (obreros de las presas y la central eléctrica, sobre todo). Ahora apenas quedan unas treinta personas censadas en el pueblo viejo y unas 85 en el nuevo, que tiene algunos edificios interesantes de hormigón, racionalistas, modernos, atrevidos, como la iglesia, el ayuntamiento o la escuela, pero aparecen desconchados y desangelados. El pueblo revive un poco en verano, cuando vuelven los emigrantes de las ciudades, cuando vienen los turistas al lago y a las montañas, cuando se ve un poco de movimiento en el bar, en el hotel, en el camping cercano, pero durante buena parte del año es una urbanización apagada. Se llamó Ribadelago de Franco hasta 2018.
—Este pueblo fue un engaño —dice María Jesús—. Nos arrancaron de los sitios en los que fuimos felices y nos trajeron aquí, donde siempre nos hemos sentido forasteros. Tengo el sentimiento de que perdimos todas las batallas.
Para consolarse, pasea por el pueblo viejo.
—No fue una tragedia que nos pasó, es una tragedia que nos sigue pasando. Me gusta recorrer en silencio los caminos y los solares, en el vacío voy recordando cada una de las casas y a cada una de las personas que las habitaban. Es mi Comala, el pueblo en el que Pedro Páramo buscaba a su padre entre los vivos-muertos, sin saber exactamente dónde estaba la línea de la vida. Paseo entre las ruinas y lo veo todo tal y como era.
Para saber más
–Tráeme una estrella y El bramido del Tera, de María Jesús Otero (editorial Hontanar).
–Ribadelago. Tragedia de Vega de Tera, de José Antonio García Díez (editora Saavedra).
Ander Izagirre
Conoci aquella roca llena de cruces hace cuarenta y tantos años y se me puso la piel de gallina y la indignacion clavada para toda la vida, por ver que la impunidad se habia reido de Zamora, como tantas veces. Y luego me preguntan que por que no caia bien el regimen franquista. Nunca me cayeron bien los abusadores. Tambien soy zamorano
Enhorabuena por el artículo, las historias de pantanos están llenas de dolor e injusticias, seguramente es difícil el equilibrio entre los diferentes intereses que se plantean al construirlos, ojalá de aquí en adelante se aprenda de errores pasados y se cuide mejor, se pregunte más, a las personas que se ven afectadas. El texto llega y no deja indiferente. Hay que mantener viva la memoria de estos episodios.
Gracias por la narración.
No conocía esta historia. Me ha gustado mucho conocerla, y cómo está explicada. Que no se olviden estas cosas, por favor.
Terrible historia..!! Amo España.!! Me encanta leerlos.. gracias desde Argentina… tengo 2 hijos x Catalunya..
que historia tan terrible, no la conocía… como dice Iñaki en su comentario, a mi tampoco me gustan los abusadores, es indignante ver la poca empatía que tiene el poder con las personas mas vulnerables….
Mi difunto padre de Puebla de Sanabria… trabajó allí….. siempre me contó el dolor de aquella noche.
Desde Pamplona un abrazo enorme a Sanabria.