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La búsqueda de la felicidad ha sido un impulso del hombre desde el principio de sus días. Y tomarse una buena copa de vino es una de las cosas buenas que tiene la vida. Así que cuando Gran Bretaña se quedó sin el elixir de los dioses en el siglo XVII no dudó en buscar una solución. El país no tiene fama de abstemio y, por lo visto, empezó a ganarse la reputación desde hace muchos años.
El vino empezó a escasear en el reino británico cuando en 1678 se enfrentó con Francia. Los galos dejaron de comercializar su vino en el país enemigo, que tuvo que buscarse otro abastecedor. Lo encontraron en Portugal, tierra de vinos aunque la fama la tuviesen los franceses. Solo había un problema, aunque rápidamente encontraron un remedio.
El transporte del caldo no era precisamente veloz en aquellos tiempos y el material no estaba lo suficientemente protegido de las inclemencias de la meteorología y el mar. El resultado era que cuando los barcos atracaban en Liverpool, en muchas ocasiones el vino estaba estropeado.
Pero a grandes males, grandes remedios. Los británicos descubrieron una técnica que la leyenda atribuye a los monjes de Lamego. Esta consiste en echar brandy al vino en el momento de la fermentación, de manera que el proceso se para ¿El resultado? un producto con más alcohol, ya que el azúcar no terminó de fermentarse. Si la graduación de los vinos al uso tiene 15 grados como máximo aproximadamente, el de Oporto tiene 22, además de un sabor más dulce y una textura más densa.
Ante el éxito del experimento, los británicos vieron todo un filón y empezaron a abrir bodegas en Portugal, monopolizando la fabricación. La fundación de la Companhia Velha por el rey José I en 1756, considerada hoy la fabricante más importante de este vino, terminó con el abuso comercial y permitió que Portugal volviese a explotar sus propios recursos vinícolas.
1. Ruta por la ciudad
Como ocurre con el Rioja, por ejemplo, hay diferentes tipos de vino de Oporto, determinadas por la uva utilizada y el tiempo de envejecimiento en los barriles de madera. Los más populares son el Ruby y el Tawny además de los blancos y los rosados.
La mejor manera de conocer la diversidad de estos caldos y sus características es visitar una de las paradas esenciales para sus amantes: las bodegas de Vila Nova de Gaia. Aunque parece un barrio de la ciudad que le da nombre al vino, en realidad es una localidad diferente.
Las más famosas son las bodegas Sandeman, Ramos Pinto, Ferreira o Calém. Los precios de las visitas van de los 5 a los 18 euros, dependiendo del tour que se escoja. Cada una tiene su historia y sus vinos, que se pueden degustar en el recorrido. Y, por supuesto, también se pueden comprar botellas.
A la zona de las bodegas se llega fácilmente desde Oporto cruzando el famoso puente Luis I que, además de vía de transporte, ofrece unas vistas muy recomendables.
2. Por el cauce del río
En la urbe se encuentran las bodegas, pero las vides hay que buscarlas en el campo, concretamente en el valle del Douro, donde desemboca el río homónimo y catalogado como Patrimonio Nacional. Plagado de meandros, viñedos y quintas –para los que aprecian la naturaleza pero también el señorío– combina paisajes espectaculares con enclaves para disfrutar de una copa de vino (o las que se quiera).
El recorrido puede hacerse saltando de pueblo en pueblo, probando un vino de la casa en las bodegas que aparezcan en el camino (conviene seleccionar o la resaca será dura). Desde Miranda do Douro –en donde no solo se venden las míticas toallas sino que también se come un estupendo bacalao– hasta las laderas en forma de terraza y la estación de azulejos de Pinhao.
Conformado por 3.000 cuadrados de cerámica, en el mural del apeadero se representan las diferentes etapas de producción del vino. Allí también se encuentra la Quinta do Bomfim, una de las bodegas con mejores vistas de la zona, propiedad de la familia Symington, principal productora de vino de Portugal.
Los interesados en la historia además de en degustar caldos, pueden hacer una parada en el Museo Do Douro en Peso da Régua. Ubicado en una nave industrial a las orillas del río, su misión es “preservar, estudiar, exponer e interpretar objetos materiales e inmateriales representativos de la identidad, la cultura, la historia y el desarrollo del Duero, independientemente de la época histórica”. La vitivinicultura tiene un peso importante en el archivo, por supuesto.
3. Viaje al origen de todo
La guerra entre Gran Bretaña y Francia dio lugar a la popularidad del vino de Oporto, pero fue en Lamego donde –supuestamente, de nuevo– se inventó la fórmula que le daría las características propias a los caldos de la región. Pero no solo es interesante por esa historia, porque esta pequeña ciudad situada a 130 kilómetros de Oporto tiene una buena cantidad de monumentos que visitar (así a la vuelta las anécdotas no solo tendrán que ver con el alcohol).
En el centro histórico se encuentra la catedral de Nuestra Señora de la Asunción, de estilo gótico pero que también tiene un claustro renacentista, resultado de las reformas llevadas a cabo en los siglos XVI y XVIII. Asimismo conserva la torre del campanario original. Lo más destacable de su interior son los frescos obra de Nicolau Nasoni en el siglo XVIII, el Altar Mayor y dos órganos. Las calles aledañas también son dignas de recorrido.
Nicolau Nasoni también fue el encargado de diseñar la escalinata de más de 600 escalones que lleva al santuario de Nossa Senhora dos Remédios, que ofrece una de las mejores vistas de la ciudad (merece la pena el esfuerzo de llegar hasta ella).
Por último, antes de echarse de nuevo a los amistosos brazos del vino, se puede visitar el Museo de Lamego, alojado en un palacio del siglo XVII, en el que durante un tiempo vivieron los obispos de la ciudad. Entre sus paredes se alojan 18 piezas declaradas “Tesoro Nacional” como el antiguo retablo de la Sé, de Vasco Fernandes. También se pueden apreciar las tapicerías flamencas y los paneles de azulejos del siglo XVII, entre otros. Vino y cultura ¿qué más se puede pedir?
Carmen López