La mejor croqueta de jamón del mundo está en Toledo
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24.09.2019
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En abril de 1936, la revista cultural Estampa publicó la historia de un vasco que pasó a la posteridad por comerse 236 croquetas sin darse cuenta. Tenía que llevarlas del restaurante a un evento que se celebraba en su pueblo en su carreta y por el camino, le pudo la tentación y cogió una.
Si hubiese parado ahí seguramente nadie lo habría notado, pero después de aquella vino otra y después la siguiente y para cuando llegó a su destino, la cesta estaba vacía. Es evidente que la cifra es desproporcionada, pero quien haya catado alguna vez una buena croqueta de jamón puede llegar a empatizar con Pachi Bollos, el glotón donostiarra.
El contraste entre lo crujiente del empanado y lo meloso de la bechamel en la boca es un placer culinario que las ha subido al podio de las tapas más populares. A su lado se colocan la tortilla de patata y las bravas. Un trío ganador en cualquier mesa, esté situada en un palacio o en una tasca de un pueblo perdido. De hecho, hasta tiene su propio Día Internacional: el 16 de enero.
Toledo, templo de la croqueta de jamón
Las que acabaron en la barriga contenta de Pachi Bollos fueron obra de una cocinera llamada Marichu, a la que el comensal estuvo alabando mentalmente todo el camino. Puede que si se hubiese presentado al concurso, la de esta cocinera hubiese sido nombrada la Mejor Croqueta del Mundo, pero en 2019 el título se lo llevó el chef Javier Ugidos, del restaurante toledano Tobiko.
Ugidos se presentó al Campeonato Internacional Joselito a la Mejor Croqueta de Jamón del Mundo –celebrado en el marco de la XVII edición de Madrid Fusión el pasado enero– con una propuesta innovadora a la par que fácil. Nada de deconstrucciones ni magias con nitrógeno líquido.
Su secreto está en el rebozado: lo hace con panko, un ingrediente originario de Japón parecido al pan rallado pero más crujiente. La bechamel la elabora con leche entera infusionada con jamón ibérico –sin quitarle la grasa– que cocina al vacío durante dos horas, a 85 grados. Es decir, como manda la tradición: buenos materiales y mucha paciencia. Para freírlas, por supuesto, aceite de oliva.
Todos los ingredientes están al alcance de cualquiera que quiera probar a hacerlas en su casa. El panko ya se vende en muchas grandes superficies comerciales y el resto es habitual en cualquier cocina. Otra cosa es la maña: esa no se puede comprar.
48 horas después de hacerse con el título croquetero, Ungidos ya había vendido alrededor de 1.500 croquetas. Ahora ya no faltan en el menú de su restaurante, que ofrece platos tradicionales con toques orientales (de ahí ese rebozado).
Pero qué pasó antes
El tema de dónde se comen las mejores da lugar a discusiones en la línea de las relacionadas con la tortilla de patata. Acaloradas y vehementes (por decirlo de una manera elegante), con los implicados obcecados en dejar claro que su opción es la ganadora. Las de su abuela, las de aquel bar del centro de Madrid o las que se hacen en su casa, que siguen la auténtica receta.
Todo es subjetivo, pero lo que sí se sabe a ciencia cierta es de dónde vienen, algo que es bastante inusual. La cuestión del origen de los platos, especialmente de los populares, suele dar pie a debate.
Si la tortilla de patata nació en Extremadura o en Navarra y si la paella es realmente de origen valenciano son dos de ellos, pero se podría seguir ¿Quién se atreve a cuestionar delante de un asturiano si la fabada se inventó en su tierra?
Pero las croquetas son francesas, no hay duda. El tema de la fecha de su nacimiento sí que es más controvertido. En general, se señala al cocinero de Luis XIV como el inventor de este manjar, pero por aquellos tiempos la bechamel aún no había sido inventada.
Existían ‘Les croquettes’, que tenían formas similares a las croquetas actuales. También estaban rebozadas y fritas pero su interior estaba conformado por una masa de carne, huevo y otros ingredientes. Cuando en el siglo XVIII se inventó, por fin,la bechamel –gracias al cocinero Vincent la Chapelle– la receta ya empezó a parecerse más a la de ahora.
¿Cómo llegaron aquí? Francia es nuestro país vecino así que el contagio no es sorprendente. Pero aún se hace más comprensible al recordar que allá por principios del siglo XVIII, Napoleón pasó por España y se montó una guerra conocida como la de la Independencia. Minucias.
Además de los franceses que saltaron de territorio para luchar, una parte de los españoles decidieron que los ideales de la Ilustración y la Revolución francesa no estaban tan mal. Se les conocía como ‘los afrancesados’ y ayudaron a difundir elementos de la cultura gala por el país. Entre ellos, las croquetas (la gastronomía es cultura, sí).
A partir del siglo XIX ya son unas habituales de cualquier recetario y se elaboran de todo lo que hubiese –siempre han sido las reinas de la “cocina de aprovechamiento”– desde ave hasta bacalao, pasando por carne de cocido, huevo, queso y, por supuesto, jamón, que es la preferida de todo el mundo (diversos estudios lo avalan).
La señora Emilia Pardo Bazán les dio su sello de aprobación en su recetario La cocina española moderna. Y si de algo sabía la condesa era de comer. Según ella “Hay que añadir que la croqueta, al aclimatarse a España, ha ganado mucho. La francesa es enorme, dura y sin gracia. Aquí, al contrario, la hacen bien; se deshacen en la boca, de tan blandas y suaves».
Posiblemente, la autora de Los Pazos de Ulloa le habría dado su aprobación a la croqueta de Toledo, ya que los adjetivos que su creador utilizó para explicarla se asemejan a los de la gallega: “sedosa, cremosa, untuosa y crujiente”. Pero quien seguramente le habría hincado el diente con gusto a la toledana habría sido Pachi Bollos, experto croquetero por derecho propio.
Carmen López