Era enero de 1938 cuando el cielo en Londres se volvió de color de rojo, como si alguien lo hubiera teñido de sangre. Se creía que era fruto de un incendio pavoroso y los bomberos fueron avisados. En Viena, toda la población se lanzó a las calles, temerosas de que se hubiera declarado una guerra, y el Gobierno tuvo que tranquilizar a la población a través de la radio. Los campesinos cristianos de Yugoslavia se tiraron de rodillas y trataron de aplacar con sus rezos la ira del cielo.
Mientras tanto, en España, los cielos también se teñían de un vívido color rojo. Nubes rojas y anaranjadas cubrían grandes extensiones del firmamento y producían la sensación de un gran incendio, o quizá alguna catástrofe mucho peor.
La noche del 25 al 26 de enero de 1938, en plena Guerra Civil, una excepcional aurora boreal iluminó el cielo y lo tiñó de un tono estremecedor tras el crepúsculo. Todos estaban asistiendo a una de las mayores tormentas geomagnéticas del siglo XX. Pero los soldados de ambos bandos temieron una ofensiva del enemigo con algún tipo de armamento desconocido. Algunos, incluso, pensaron que se trataba de una invasión marciana.
Aquella aurora boreal fue visible desde toda la península. Una especie de espectáculo pirotécnico que, por unos instantes, le restó importancia al conflicto entre españoles. Los brigadistas internacionales también fueron testigos del insólito fenómeno que hizo callar temporalmente las armas.
Un conductor de ambulancia en el batallón Abraham Lincoln de la Brigada Internacional XV, James Neugass, se encontraba el 25 de enero de 1938 en el Frente de Teruel, y días después anotó en su diario la experiencia vivida: “El cielo se iluminó con una cortina de fuego roja y malva”.
Neugass fue uno de los mejores testimonios de aquel evento, recogido primero en sus diarios y posteriormente en La guerra es bella: “El cielo se iluminó con una cortina de fuego roja y malva”. Él mismo se preguntó si era posible que una aurora boreal fuera visible desde latitudes tan meridionales como la de España, llegando a la conclusión de que “aquello era demasiado grande como para haber sido provocado por un hombre, incluso en el peor de los tebeos”.
La rareza de una aurora boreal en latitudes españolas
Desde hacía semanas, los principales observatorios astronómicos habían detectado en el sol una actividad extraordinaria, hasta el punto de que a mediados de mes se formó un gigantesco grupo de manchas solares, cuya longitud alcanzó los 122.000 kilómetros. La Batalla de Teruel, además de ser una de las más mortíferas de la Guerra Civil, fue bañada por los efectos de aquel evento. Un testigo privilegiado de un evento astronómico que reduce los problemas humanos a meras menudencias.
Las auroras son el resultado de la interacción del viento solar con la atmósfera terrestre. Así, se produce cuando una eyección de partículas solares cargadas se encuentra con nuestro planeta y provoca una reacción con nuestra atmósfera. Cuando estas partículas procedentes del sol chocan con las moléculas de aire de nuestra atmósfera, éstas se excitan produciendo su propia luz, verde para el oxígeno y azul o rojo para el nitrógeno. Todo este espectáculo ocurre a sólo 100 kilómetros sobre nuestras cabezas.
La frecuencia con que se puede observar una aurora boreal en España es, de media, cada 2 años (aunque naturalmente no todos los eventos tienen la misma intensidad o espectacularidad). Es más probable divisarla en el norte peninsular y en invierno, durante la época en la que los días son más cortos y hay menos horas de luz. Por allí, en promedio, se puede llegar a ver casi una al año. Pero esto no siempre es posible, especialmente a orillas del Cantábrico, por culpa de las nubes, que cuando cubren en su totalidad el cielo impiden la observación nocturna del firmamento, y por tanto de las auroras cuando estas aparecen.
La última vez fue en 2003, con avistamientos en Gijón y Valencia. En 1989 fue en Galicia. Incluso quedan escritos que confirman que en Barcelona se observó en 1789.
A medida que uno se desplaza hacia el norte de Europa, aumenta el número de días al año en el que, teóricamente, pueden observarse auroras; en las tierras altas escocesas son casi 40 días y en Laponia se rozan los 100. Y, a veces, incluso emiten sonidos. Así lo demostraron en 2012 investigadores finlandeses. El sonido que emite una aurora boreal es similar al chasquido de la electricidad estática o al del caminar sobre las hojas secas.
La Tierra no es el único planeta que cuenta con estos espectaculares fenómenos atmosféricos. En Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno el viento solar interactúa con los campos magnéticos planetarios para crear también auroras.
Y, en ocasiones, en España incluso se han podido ver y oír auroras boreales en plena Guerra Civil. Confundiéndose con la pirotecnia de la propia batalla. Una lisérgica astronómica que nos recuerda que todos estamos aquí de paso, y que nuestro planeta solo es un grano de arena en la inmensidad del cosmos.
Sergio Parra