“El caserío vasco es un Frankenstein cultural”
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03.10.2022
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El caserío, elemento icónico del paisaje vasco, es un resultado de las técnicas constructivas centroeuropeas, las expediciones oceánicas y los alimentos americanos. En Igartubeiti, un magnífico caserío del siglo XVI, el antropólogo Iban Maiz nos explica las revoluciones que transformaron la arquitectura y el paisaje.
Igartubeiti es un caserío vasco arquetípico. Lo construyó la familia Igartua hacia 1540, en el momento en que desaparecían las cabañas medievales para dejar paso a los caseríos que predominan hoy en el paisaje. De hecho, en 1993 lo compró la Diputación de Gipuzkoa para rehabilitarlo y mostrarlo al público como ejemplo de esa arquitectura tan propia. Igartubeiti no puede ser más vasco.
—Pues es un Frankenstein cultural —dice el antropólogo Iban Maiz.
Los Igartua edificaron el caserío con una imponente estructura de roble, una carpintería muy compleja que ya quedaba fuera de las habilidades de sus habitantes: las cabañas medievales se las construía cada familia, pero para los caseríos tenían que contratar a maestros arquitectos. El historiador Alberto Santana explica que el caserío vasco nació gracias a una combinación de carpintería alemana, cantería aquitana, mecánica mediterránea y ornamentación castellana y andalusí. No consta la presencia de artesanos alemanes en aquella época ni hubieran sido capaces de construir los miles de caseríos que en pocas décadas proliferaron por la vertiente atlántica del País Vasco. Santana apunta como foco de ese conocimiento a las obras de la catedral de Burgos, dirigidas desde 1442 por una familia de maestros alemanes, en la que trabajaron y aprendieron muchos artesanos vascos.
Igartubeiti está en Ezkio-Itsaso, en el corazón de Gipuzkoa. Es una gran casa de piedra y madera con tejado a dos aguas, edificada en un rellano y orientada al sur para recibir la máxima luz solar, un bien escaso en estas tierras, mientras las nieblas se adensan en el fondo del valle. Durante siglos sus habitantes vivieron de los trigales y maizales cultivados en laderas empinadas, de los manzanos, castaños y melocotoneros, de la huerta, de las vacas, ovejas, gallinas y conejos, del estimadísimo cerdo para alegrar la dieta. Al mercado llevaban hortalizas, melocotones y varas de mimbre para los cesteros. Del mercado traían cereal navarro o castellano.
Maiz me invita a pasar. Por dentro el caserío es un rompecabezas de madera, un bosque de ángulos rectos, postes verticales y vigas horizontales. Por los anillos de crecimiento sabemos que emplearon robles de doscientos años, ejemplares portentosos, para obtener pilares de un grosor que hoy sería imposible encontrar: en Igartubeiti hay cuarenta. La pieza más impresionante es una viga móvil de once metros de longitud, medio metro de grosor y tres toneladas, que recorre la planta de arriba. Todavía la accionan varios días al año, en las exhibiciones de octubre, cuando esparcen manzanas en una plataforma de madera de esa planta superior, las machacan con mazas hasta formar una masa pulposa y les colocan encima un entramado de tablas. Ya están listas para ser prensadas. Entonces giran un gran tornillo vertical para ir bajando la enorme viga móvil, que aprieta y aprieta y aprieta las manzanas. El líquido corre por los desagües y llueve hacia los depósitos de la planta inferior. Para soportar una presión tan descomunal, la plataforma de prensado se apoya en un armazón de vigas y postes. Para que la viga móvil no oscile en horizontal, está encajada entre dos parejas de postes gruesos y altos que además sostienen el tejado de la casa y se enlazan con el armazón de soporte. Maiz remata la conclusión:
—Los caseríos no eran otra cosa que enormes lagares de sidra. La primera pieza que instalaban era la viga móvil, alrededor de ella montaban toda la estructura de la máquina y luego ensamblaban el tejado y las paredes. Aquí las familias no construían una casa. Construían una máquina y se iban a vivir dentro de ella.
El sistema de prensa lo trajeron los romanos para el aceite y el vino, la carpintería era germánica, las granjas de Asturias, Bretaña o Alemania también contaban con lagares de sidra, pero la peculiaridad de los caseríos vascos es que se trata de casas-máquina.
—A veces los visitantes ven este caserío tan impresionante, con una planta de ciento cincuenta metros cuadrados y dos pisos, y creen que la familia debía de tener mucho dinero. Es engañoso, porque esto no es un palacio: es una fábrica. Enseguida verás que la parte habitable solo ocupaba un pequeño rincón, vivían apretados, molestando lo menos posible.
Como explica el historiador Santana, los labradores vascos de la Edad Media ya prensaban manzanas para obtener sidra. Utilizaban máquinas pequeñas, probablemente en algún cobertizo cercano a la cabaña donde vivían, como en tantas regiones de Europa. ¿Por qué les entró esa fiebre de construir caseríos-lagares por todas partes? ¿Por qué ocurrió esa revolución arquitectónica a principios del siglo XVI y por qué solo en el País Vasco?
La respuesta viene del mar.
La respuesta viene de los viajes transoceánicos. Las naos vascas que zarpaban hacia las Américas cargaban todos los años miles de barricas de sidra, porque era una bebida que no se pudría durante las navegaciones y que además alimentaba. La demanda creció tanto que Gipuzkoa se convirtió en un inmenso manzanal y las Juntas Generales aprobaron leyes de una minuciosidad obsesiva sobre la distancia mínima entre manzanos, la fecha de apertura de los toneles, la prohibición de introducir sidras foráneas, incluso decretaron la pena de muerte para quien talara cinco manzanos. Según el historiador Sergio Escribano, en el País Vasco del siglo XVI funcionaban unos ocho mil lagares, la mayoría en Gipuzkoa, que producían unos quince millones de litros anuales de sidra. Los caseríos ya no eran meras unidades de supervivencia campesina, sino fábricas que trabajaban a pleno rendimiento al servicio de la expansión pesquera, ballenera, comercial y colonial. Si miles de familias pagaron a maestros artesanos para que les construyeran un enorme caserío-lagar, que resultaba mucho más caro que una simple vivienda, fue porque la sidra daba mucho dinero. El lagar solo lo ponían en marcha una o dos semanas, para prensar las manzanas recolectadas en octubre, pero el esfuerzo compensaba para todo el año: así obtenían su bebida habitual (las familias consumían cuatro o cinco litros diarios, porque la sidra era más rica, más alimenticia y mucho más fiable que el agua sin potabilizar) y vendían los miles de litros excedentes.
Para ensamblar un caserío como Igartubeiti necesitaban unos ochenta robles, lo que suponía un trabajo formidable de tala, transporte y carpintería. En 1548, en plena fiebre constructora de galeones y caseríos, con las ferrerías devorando carbón vegetal a toda velocidad, las Juntas de Gipuzkoa decidieron que todas las villas debían establecer viveros, plantar quinientos robles o castaños anuales, contratar guardabosques y regular las talas. La sostenibilidad y las políticas ambientales no son inventos posmodernos, siempre fueron obligaciones de supervivencia. Y en aquel momento ya dependían de fenómenos globales: los viajes transoceánicos determinaron la gestión de los bosques en este rincón de Gipuzkoa. Hace quinientos años los campesinos de Ezkio-Itsaso estaban, por supuesto, conectados a la globalización.
El caserío, elemento icónico del paisaje, cofre de las esencias ancestrales, símbolo de identidad, es otro producto de la historia oceánica, viajera y promiscua de los vascos.
La revolución del maíz
La siguiente transformación también llegó de América. En 1625, la moza Catalina de Kortaberria heredó Igartubeiti. El caserío con sus tierras era un bien indivisible, que se transmitía en exclusiva a un hijo, generalmente el mayor, para impedir que la propiedad se fuera troceando hasta resultar inviable. A los demás hijos les daban algún dinero si podían, alguna dote para su boda, pero se tenían que buscar la vida en otra parte. Se iban de criadas a otras casas o de campesinos arrendatarios a otras tierras, se metían a curas o monjas, algunos emigraban a América. El mayorazgo solía ser masculino, pero ninguna ley impedía que el caserío se transmitiera a una hija. En el censo de caseríos guipuzcoanos de inicios del siglo XVII consta que un tercio tenía como cabeza de familia a una mujer. Por ejemplo, esta Catalina de Kortaberria, que heredó Igartubeiti y se casó con Domingo de Agirre, un segundón con dote. Ella puso el caserío, él aportó el dinero para adaptarlo a una nueva época: añadieron unos muros de piedra en los laterales y un cuerpo cerrado de madera en la fachada, sostenido sobre postes que así creaban un pórtico. La idea era ganar espacios para el producto americano que en ese momento se extendía por toda la cornisa cantábrica: el maíz. Para molerlo y convertirlo en harina, primero tenían que extender las mazorcas y secarlas durante semanas en espacios cubiertos y ventilados. Los caseríos necesitaban crecer.
En aquel siglo disminuyó la navegación vasca -porque los emperadores requisaban los barcos para sus guerras cada vez más frecuentes, por la extinción de las ballenas, por la pérdida de los caladeros de Terranova-. Cayó, por tanto, la demanda de sidra. Los campesinos se pasaron al maíz, un cereal muy productivo que pronto sustituyó a los manzanos y también ocupó buena parte de los antiguos pastos, por lo que guardaron el ganado cada vez más tiempo en los establos y acumularon forraje para alimentarlo: necesitaron más y más espacio. Los caseríos mantuvieron las formas con las que habían nacido siglo y medio antes, pero reutilizaron el antiguo lagar como desván para el forraje y como espacio para desgranar maíz, y crecieron con muros de piedra laterales y pórticos de madera. Los caseríos vascos completaron su forma actual por la aparición de una planta domesticada por olmecas y mayas.
Tiene su gracia que el guía de Igartubeiti se apellide Maiz. Es un apellido que ya aparecía en Gipuzkoa antes de la propagación de esa planta americana (quizá derive de juncal, ihitz, dicen expertos heráldicos titubeantes).
El nombre de la planta siguió un curioso recorrido. Según el filólogo Corominas, la palabra mahís pasó al castellano en 1500. Era el término que usaban los nativos de Haití para designar esta planta y el que se extendió a muchos idiomas. Otros, como el euskera, recurrieron a las especies europeas que ya conocían para retocar sus nombres y aplicárselo a las nuevas especies americanas: al pavo lo llamaron indioilarra (gallo de las Indias), a las alubias, indabak (habas de las Indias), y al maíz Indietako artoa (mijo de las Indias). El mijo era el cereal que cultivaban hasta ese momento en Europa. Desapareció enseguida de los campos, pero en varios lugares mantuvieron su nombre para designar a su sustituto, el maíz: millo en Canarias y Galicia, milho en Portugal, artoa en el País Vasco.
En esta modesta cocina de Igartubeiti, dice Maiz, debieron de preparar miles de talos (las tortas de harina de maíz, tostadas en una plancha, que se usaban como pan en el País Vasco atlántico). Ese alimento humilde, que en las regiones del trigo despreciaban como masa para animales, revive ahora como capricho folklórico en las fiestas vascas: lo sirven envolviendo chistorra, queso o incluso chocolate, así cualquiera, y la gente forma largas colas ante los puestos de venta. Para que el talo se convirtiera en otro emblema de la cultura vasca ancestral, en otra de esas tradiciones de toda la vida, no solo tuvieron que traer el maíz desde Centroamérica: también debieron experimentar con él, porque al principio solo lo usaban para alimentar al ganado. Los científicos ilustrados del Real Seminario Patriótico Bascongado de Bergara fueron cruzando las variedades más prometedoras del maíz para obtener híbridos cada vez más productivos, como también hicieron con las patatas o las alubias. En 1918, el investigador Cruz Gallastegui volvió de Estados Unidos con sus estudios de genética aplicada a la agricultura y cultivó en su jardín de Bergara los primeros híbridos dobles de maíz que se extendieron por Europa. Así logró variedades que resistían mejor a las enfermedades y a las sequías y que daban más toneladas por hectárea.
En cuanto rascamos en la tradición, todo es viaje, todo es mezcla, todo es transgénico.
El caserío tiembla y llora
El impulso de la exploración convive con el de la permanencia. Los caseríos vascos tienen un nombre que perdura a través de los siglos y designa a sus habitantes, generación tras generación, con más eficacia que los nombres de pila y los apellidos consignados en el registro civil. El boxeador se llamaba José Manuel Ibar pero lo conocían por el nombre de su caserío: Urtain. El bertsolari se llamaba José Manuel Lujanbio pero lo conocían por el nombre de su caserío: Txirrita. El navegante se llamaba Juan Sebastián y lo conocían por el nombre del caserío de sus antepasados: Elkano.
—La casa no es nuestra, nosotros somos de la casa —dice Maiz—. Para lo bueno y para lo malo, cada persona estaba asociada a su caserío, a su familia, a sus antepasados. El caserío era la unidad de producción económica pero también el núcleo de la identidad, la célula de la organización política, con su cabeza de familia como representante en las asambleas vecinales. Tenía incluso un carácter sagrado que venía desde antiguo: el caserío albergaba el fuego primordial, era el refugio frente a lo salvaje, por eso vemos los eguzki-lores en las puertas de los caseríos, esos cardos con apariencia solar que impedían la entrada de espíritus y enfermedades. A los bebés que morían sin bautizar los enterraban bajo el alero de la casa para que recibieran la protección espiritual.
En el subsuelo de Igartubeiti no aparecieron huesos, pero los arqueólogos excavaron en la cocina y encontraron restos del siglo XIII, indicios de una permanencia física y también espiritual.
—El fuego siempre estuvo en el mismo punto —explica Maiz—. Los antiguos habitantes derribaron la cabaña y construyeron el caserío, pero mantuvieron la cocina en el mismo sitio, porque el fuego es el alma de la casa y de la familia.
Cocina, en euskera, se dice sukalde: el lugar junto al fuego. La de Igartubeiti ocupa un pequeño espacio rectangular en la planta baja, con suelo de tierra apisonada, arcones, estantes con jarras, platos y cuencos de cerámica, la artesa en la que se amasaba el pan de maíz, el escaño de madera en el que se sentaba el matrimonio… y una mesa plegable: otra prueba de que estos enormes caseríos eran sobre todo fábricas y almacenes, en los que la vivienda ocupaba el menor espacio posible y había que aprovecharlo con ingenio. De una viga cuelga el llar, la cadena de hierro con argollas para sostener el caldero encima del fuego.
—En algunos caseríos vivían familias arrendatarias. Si se marchaban, se llevaban sus utensilios y apagaban el fuego. Cuando llegaba la familia nueva, abría las puertas, colgaba su caldero y encendía el fuego. Era una manera de tomar posesión espiritual de la casa.
Y la impregnaban con un buen sahumerio:
—¿Te has fijado en que no tenían chimenea? El humo era útil para secar los postes de madera y evitar la carcoma, para conservar los alimentos… Eso sí, una vez puestos a ahumar, ahumarían el queso, los chorizos, la carne, al abuelo, a la abuela, se ahumarían todos. Las sillas son muy bajas, quizá preferían quedarse cerca del suelo y no atufarse con el humo.
Esto, desde luego, no era un palacio. Cuando construyeron el inmenso caserío-lagar en 1540, solo incluyeron un dormitorio. Toda la familia dormía allí, con un colchón en el suelo, cerca de la cocina y el establo para aprovechar el calor. En la ampliación de 1625, en el tiempo de la revolución arquitectónica del maíz, añadieron tres dormitorios junto a los nuevos muros de piedra, con ventanas orientadas al este: todo un avance de luz, ventilación, higiene y privacidad.
Los caseríos-lagar dejaron de construirse hacia 1650, porque ya no recibían tanta demanda de sidra, salían muy caros y resultaba complicadísimo sustituir las enormes piezas de madera. Igartubeiti fue uno de los pocos caseríos que mantuvo el lagar, aunque no lo utilizaran, y por eso la Diputación compró el edificio a finales del siglo XX, lo desmontó entero y lo volvió a montar para entender cómo se ensamblaban aquellas tremendas maquinarias de prensar sidra. En la entrada del caserío se ve el tornillo vertical y el elemento que impide que el caserío se quiebre en mil pedazos cuando ejercen una presión tan brutal en su estructura: una piedra de mil setecientos kilos, contrapeso del lagar.
—En una de las exhibiciones de octubre, apretaron tanto el tornillo que la piedra empezó a levantarse en el aire —recuerda Maiz.
Santana conoció al último testigo de estas máquinas en funcionamiento: un campesino que nació en Iribar, caserío del siglo XIV, en el barrio donostiarra de Ibaeta. Murió en el año 2000. Contaba que cuando él era un crío, su padre y su tío giraban el tornillo, apretaban la viga y toda la casa temblaba con un crujido espantoso:
—A mí me daba mucho miedo. Me iba corriendo a la huerta y me decían: no tengas miedo, que no pasa nada, solo estamos haciendo sidra. Cuando apretaban el lagar, el caserío lloraba y a mí me daba mucha pena.
Más información y visitas al caserío Igartubeiti
Este reportaje es un extracto del libro Vuelta al país de Elkano, publicado por Libros del K.O.
Ander Izagirre
Fascinante analisis forense del como fue concibiendose esta herramienta vital de nuestros antepasados.
Magnífica información antropológica y cultural de las «esencias vascas»…!!.-