El frío, ese implacable adversario de la vida, ha impreso su huella en el anuario de la Tierra a través de las eras heladas conocidas como glaciaciones. Estos períodos criogénicos no son meras coincidencias temporales; más bien, emergen con una regularidad que evoca la cadencia de las estaciones en la saga de Juego de Tronos.
La explicación yace en el delicado baile cósmico de nuestro planeta: la Tierra, asemejándose a una peonza en su movimiento, experimenta una oscilación en su eje cada 41.000 años. Paralelamente, en intervalos de 100.000 y 400.000 años, se observa una alteración en la elongación de su órbita. Estos fenómenos, conocidos colectivamente como los ciclos de Milankovic, son los arquitectos de las glaciaciones, desvelando así el misterio que envuelve estos episodios de frío extremo.
No obstante, estas eras glaciales adoptaron una faceta aún más implacable y severa hace aproximadamente dos millones de años, un cambio precipitado por dos eventos aparentemente menores, pero de consecuencias planetarias, ambos productos del incesante movimiento de las placas tectónicas. Por un lado, la majestuosa cordillera del Himalaya elevó su cumbre hacia los cielos, alterando así los patrones climáticos a escala global.
Por otro, un evento geológico monumental se desarrolló con la unión de América del Norte y del Sur, un puente terrestre que reconfiguró la circulación oceánica y atmosférica del planeta. Estos sucesos, si bien sutiles en su origen, han sido catalizadores fundamentales en la dramática historia climática de nuestro mundo.
¿Cómo se entrelazan estos acontecimientos geológicos con el concepto del frío? El primer evento, el ascenso del Himalaya, actuó como un escultor del aire, moldeando las corrientes atmosféricas que envuelven nuestro globo. Esta modificación no fue meramente local, sino que repercutió en la composición y el comportamiento del aire en toda la superficie terrestre.
El segundo hito, la fusión de las Américas, selló el canal tropical, un pasadizo acuático esencial que facilitaba el flujo entre los océanos Pacífico y Atlántico. Este cierre dio origen a una intensificación de las corrientes marinas que discurren de norte a sur. En nuestro planeta, todos los elementos están intrínsecamente conectados, de tal modo que los más sutiles cambios pueden desencadenar efectos colosales, tal como el aleteo de una mariposa podría, en teoría, incitar a un tsunami al otro lado del mundo.
Cuando estas glaciaciones hicieron su aparición, nuestros ancestros se enfrentaron a la amenaza de la extinción. Un eco de esta severidad climática se manifestó más recientemente durante la llamada Pequeña Edad de Hielo, un período de frío extremo que azotó Gran Bretaña entre los siglos XVII y XVIII. Durante este tiempo, el río Támesis se transformó en un espejo helado, tan sólido que permitió la celebración de ferias sobre su superficie congelada. La primera de estas ferias invernales tuvo lugar en el año 1309, y la última se celebró en 1814, marcando un capítulo fascinante y helado en la historia británica.
La Pequeña Edad de Hielo en España y el comercio del hielo
Las inundaciones extremas que azotaron el levante peninsular en noviembre de 1617 y la fachada atlántica en enero de 1626, marcaron un capítulo oscuro en la historia de España. Estos eventos traumáticos trajeron consigo la devastación de las cosechas, arruinando así la base de la subsistencia agraria. Además, causaron la destrucción de infraestructuras vitales como caminos y puentes, desgarrando el tejido mismo de la comunicación y el comercio, lo que desembocó en graves repercusiones económicas. Estas catástrofes naturales no sólo perturbaron el paisaje físico, sino que también impusieron una dura realidad en la vida cotidiana de las personas.
Las olas de frío recurrentes que caracterizaron esta época incrementaron significativamente la mortalidad. Este aumento de las muertes no fue un mero dato estadístico, sino que reflejó el sufrimiento y la lucha diaria de la población. Estos episodios fríos también dictaron cambios en la dieta diaria de las sociedades del noroeste peninsular, obligándolas a adaptar sus hábitos alimenticios a las duras condiciones climáticas.
Además, las bajas temperaturas frecuentemente venían acompañadas de nevadas que desencadenaban aludes catastróficos. Un ejemplo palpable de esto fue la gran nevada de 1888 en Asturias (La Nevadona), un suceso que no solo marcó la memoria colectiva de la región, sino que también evidenció la vulnerabilidad humana frente a la fuerza incontrolable de la naturaleza.
Con todo, esta rara situación también sirvió para sacar negocio. El comercio del hielo en España durante la Pequeña Edad de Hielo, que abarca desde los siglos XVI hasta el XIX, floreció gracias a la abundante nieve en las montañas, lo que permitió el consumo de bebidas frías en los meses de verano.
Aunque el uso de hielo natural con fines curativos y para mantener bebidas frías se documenta en culturas antiguas, no fue hasta el siglo XVI, con el inicio de la Pequeña Edad de Hielo en Europa, que el comercio de la nieve se convirtió en una actividad importante. Durante este período, se construyeron miles de pozos de nieve o neveras (también conocidos cavas, entre otras denominaciones) en zonas de montaña cerca de los núcleos poblacionales. Un operativo complejo involucraba a decenas de operarios para recoger y almacenar la nieve, que se compactaba y se separaba con capas de paja u otros materiales aislantes
En abril, cuando terminaban los rigores del invierno, se extraía el hielo en bloques, se envolvía en tela de saco y se transportaba a las ciudades en mulas o caballos para su almacenamiento y posterior venta.
Este hielo montañoso impulsó el negocio de las bebidas refrescantes, que se popularizó a finales del siglo XVI y especialmente en el XVII, extendiéndose a gran parte de la población. Bebidas como la aloja, el agua de cebada y la horchata de chufas se consumían comúnmente en verano.
Finalmente, la irrupción de la era del hielo industrial y la invención de los refrigeradores marcaron el ocaso del ancestral comercio de la nieve. Esta revolución tecnológica abrió las puertas a una nueva era de conveniencia, en la que el acto de enfriar bebidas y alimentos dejó de ser un privilegio exclusivo de los más afortunados. Y, de paso, nos permitió evitar que venga otra Edad de Hielo para poder disfrutar de una bebida fresca.
Sergio Parra