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El jabón, el desinfectante, la lejía o los antibióticos son algunas de las herramientas del arsenal de cualquier persona que valore la higiene frente a la insalubridad.
Y, si bien los microbios que prosperan en la suciedad son la fuente de muchas de las enfermedades humanas, el exceso en el uso de estas herramientas para combatirlos puede tener un efecto contraproducente: dejarnos más expuestos e inermes frente a las infecciones. Aunque resulte difícil de asumir para muchas personas, sobre todo muchos padres: ser más limpio no es siempre se traduce en estar más sano.
El problema de la esterilización
La pasteurización, el saneamiento público y los antibióticos han salvado más vidas que cualquier otro avance en la historia de la medicina. La llegada de la penicilina fue algo así como un milagro tecnológico al que la gente enferma se agarró con el fervor de quien acude a Fátima o Lourdes.
Sin embargo, los recientes esfuerzos por esterilizar el cuerpo y todo lo que este toca pueden llegar a causar desarreglos en nuestro sistema inmunitario. Una razón de ello es que no somos individuos sin más, sino que nuestro cuerpo es también (y en gran parte) una gigantesca colonia de microbios. En ese sentido, nuestro organismo recuerda a la Gran Barrera de Coral: es más bien una estructura o ciudad donde habitan otras criaturas. Si nos empeñamos en alcanzar una esterilización demasiado exhaustiva, podemos matar a estas criaturas y, por consiguiente, el lugar acabará muriéndose.
De hecho, las bacterias que viven en nuestro cuerpo, y se aprovechan de él (el llamado microbioma) superan en número a nuestras propias células constituyentes. Y si tenemos 25.000 genes contenidos en nuestras células, poseemos 20 veces más genes no humanos procedentes de estas bacterias. Es decir, al menos en cuanto a libro de instrucciones de la vida se refiere, somos más ellas que nosotros mismos.
Entre estos microbios y nosotros, pues, se ha establecido una simbiosis mutualista inquebrantable: dependemos tanto de ellos como ellos dependen de nosotros.
Es cierto que muchos microbios solo quieren aprovecharse de nuestro organismo y pueden dañarnos o incluso matarnos. Simplificándolo mucho, los hay buenos y malos, como en una película del Oeste. Para descartar los buenos de los malos disponemos de unos centinelas, los linfocitos T, que recorren nuestro organismo y que están gestionados por nuestro sistema inmunitario.
Pero, como cualquier cuerpo de seguridad, este sistema requiere ser entrenado para que sea verdaderamente eficaz. Es decir, el sistema debe combatir de vez en cuando contra los enemigos reales, debe sufrir, tensionarse, ejercitarse, interactuando continuamente con el entorno a fin de ajustar adecuadamente sus capacidades.
El problema es que hemos empezado a vivir en entornos anormalmente esterilizados, lo que facilita que el sistema inmunitario se debilite y se torne vago, poco eficaz, porque sencillamente no es necesario invertir recursos en él. Al final, si cualquier microbio se cuela en nuestro ambiente esterilizado o nosotros cambiamos de ambiente, los patógenos lo tendrán mucho más fácil para sojuzgar a nuestro sistema inmunitario, y los linfocitos T quizá no ataquen a los enemigos, o se excedan combatiendo enemigos que no son tan peligrosos para nosotros.
Primeros años de vida
Como ocurre con otros sistemas de nuestro organismo, los primeros años de vida son particularmente cruciales para el entrenamiento del sistema inmunitario, tal y como explica Daniel E. Lieberman en La historia del cuerpo humano: «Cuando nos enfrentamos por primera vez al cruel mundo exterior fuera del ambiente relativamente protegido del útero de la madre, somos atacados por multitud de nuevos patógenos».
Es entonces cuando los bebés deben empezar a entrenarse para ser autosuficientes, también en el ámbito de los patógenos. Esta idea contraintuitiva, es decir, que un poco de suciedad es deseable, se conoce como hipótesis de la higiene, y fue postulada por el epidemiólogo David Strachan.
Lo que sugería originalmente Strachan no es que debamos de prescindir de lavarnos las manos antes de comer. La higiene es esencial para proteger a las poblaciones vulnerables, como los ancianos, de las infecciones, prevenir la propagación de la resistencia a los antibióticos y combatir las enfermedades infecciosas emergentes como el SARS y el Ébola.
La hipótesis de la higiene no sugiere que tener más infecciones durante la infancia ofrezca un beneficio general, sino que un exceso de higiene puede propiciar enfermedades, y concretamente puede hacer que nuestro sistema inmune se vuelva más sensible a las alergias. Es decir, que detecte como enemigos lo que solo son elementos neutros o incluso amigos.
Aumento de alergias en países ricos
Las alergias se producen porque nuestro sistema inmune reacciona desproporcionadamente a una amenaza que quizá ni siquiera es tal, como el polen, los cacahuetes o la lana. Incluso los gatos, aunque muchos de ellos nos puedan llegar a arañar en más de una ocasión.
Por eso, la incidencia de asma y otros trastornos relacionados con el sistema inmunitario se ha triplicado desde los años 1960 en los países con ingresos altos, a la vez que se han reducido las tasas de enfermedades infecciosas. En los últimos veinte años, la alergia a los cacahuetes se ha multiplicado por dos en Estados Unidos.
Por consiguiente, un exceso de higiene, sobre todo en los primeros años de vida, propicia que nuestros linfocitos T estén mal entrenados pero también mal informados sobre lo que es inocuo en realidad.
Pero el problema también tiene otro vector: nuestro microbioma está alterado. Como hemos dicho, millones de microbios viven en nuestro cuerpo y nos ofrecen servicio a cambio de mudarse a vivir en la Gran Barrera de Coral que es nuestro organismo. Pero estas colonias están siendo perturbadas, cambiando su diversidad y cantidad, debido al uso continuo de antibióticos, lejía, colutorios y otras formas de saneamiento e higiene.
Estas perturbaciones también causan cataclismos en todo el organismo, porque sencillamente nos faltan piezas en nuestra maquinaria: desde segmentos de ADN de estos microbios a toda la panoplia de funciones que éstos ejercen para mantenernos sanos y vivos (que es lo que quieren los microbios que nos habitan por su propio bien).
Es decir, que de la misma manera que los niños necesitan de los alimentos apropiados para crecer correctamente, también parece que necesitan el tipo correcto de microbios en sus intestinos, sus vías respiratorias, etc.
Así pues, el exceso de higiene no solo estaría propiciando más alergias, sino también otras enfermedades. Hay indicios, incluso, de que la exposición a determinados parásitos puede ayudar a tratar enfermedades autoinmunes como la esclerosis múltiple, la enfermedad inflamatoria del intestino y otras, tal y como abunda Lieberman: «En un futuro no muy lejano, el médico podría recetarnos gusanos o heces».
Quizá no lleguemos tan lejos como propone Lieberman, pero parece que lo apropiado, de momento, es no resultar demasiado paranoicos con la suciedad. La suciedad es mala, pero los niños también pueden jugar en el suelo, o pueden comerse los mocos, o pueden hacer otras tantas cosas que a priori, en un país civilizado y rico, nos resultan un tanto repugnantes.
Y, por supuesto, debemos evitar en lo posible (y solo usarlas bajo prescripción médica) las sustancias demasiado eficaces a la hora de destruir nuestro microbioma, como los antibióticos: «quizá las prescripciones antibióticas deberían ir siempre seguidas de prescripciones probióticas para restablecer los viejos amigos y ayudar a mantener el sistema inmunitario apropiadamente ocupado». Al fin y al cabo, la vida debe ser convivencia, también con los microbios.
Sergio Parra
Me encantó el artículo. Gracias