Raíles, océanos y locomotoras antiguas: hasta Santillana del Mar en el tren Costa Verde
Escrito por
18.11.2023
|
17min. de lectura
Es como un rompecabezas borroso.
Un rompecabezas borroso.
Miras por la ventanuca, y allí están tus pies, porque es ventanuca, vale, pero también cama, y eso es sensación nueva. Miras por la ventanuca, digo, y todo tiene textura grumosa, textura de tono verde, todo parece el rasguear de un Pollock, con esos colores que saltan, con ese vivir en movimiento quieto. Miras por la ventanuca y es niebla de paisaje, pero luego mueves los ojos así, zas, a la derecha, o a la izquierda, así, hop, y durante un instante, durante un segundo, capturas tres helechos, o cinco flores de color rosa, o un tronco caído besando hiedra esmeralda. Y luego vuelve a codificarse el mundo.
Mirar bosques desde un tren resulta especial, sí.
Nuestro tren viste del Sestao.
Nuestro tren, el Costa Verde Express, que es un viaje de lujo, que es una experiencia gustosísima, viste como el Sestao, porque llega de fronda y negro, y parece aquel equipo de Blas Ziarreta, el de los fangos y las hostias, el del campo chiquitín. A mí me encanta, como viste nuestro tren.
Y también por dentro, también por dentro es bonito. Si vienes a algo como el Costa Verde es para verlo todo así, con ojos de chaval e ilusiones recién salidas de la escuela. Y le pillas cariño al tren, y a las cosas, y quieres fijarte hasta en el último detalle.
Aquí entran hasta cuarenta y cuatro pasajeros, como máximo. Hay seis vagones suites (que antes eran coches camas en el antiguo Transcantábrico), hay un vagón donde duermen los tripulantes, hay tres salones, hay un vagón cocina, está la máquina. La máquina se cambia a veces durante el viaje, y todas tienen entre cinco y veinticinco años, porque la experiencia debe de ser completa, y aquí la edad es costumbre que buscas. Espera, que no se me olvide… También hay un vagón pub, uno con luces multicolor, con butacas de fieltro color nueces, sin barra americana (siempre alguien pregunta), cierto aire a Luis Aguile feat. Bertín Osborne in Benidorm City, seguro que visualizan. Pero, oye… hemos venido a jugar.
Trece… trece vagones en total.
(A veces miras por la ventana y puedes ver la parte trasera del tren allí, perdiéndose por entre una curva de radio remolón, una curva demasiado perezosa para doblarse, una curva como yoga de gordito. Y es como ir montao en culebra enorme, culebra color acebo, culebra que rumia por seles y vargas).
Ah, los pasillos son estrechos, muy angostos. Los pasillos junto a las habitaciones, sí. Tienes que ir caminando de esta forma, con pecho sobre paredes y espalda sobre cristales. Son pasillos muy “Alfred Hitchcock presenta”, pasillos muy “por ahí llega Miss Marple, a ver qué ha descubierto”.
Pasillos que piden pecar o asesinar.
Ahora entiendo, también, la de novelas noir que transcurren en trenes…
A Santiago de Compostela tú acabas llegando. Desde casi cualquier lugar de Europa, o del mundo (puto Paulo Coelho), porque Santiago es crisol de nacionalidades y fin del Camino (vayan hasta la mar, hombre, vean el espectáculo de olas y espuma). Así que a Santiago de Compostela tú acabas llegando, pero nosotros salíamos de allí.
El Costa Verde empezaba en Santiago, y luego íbamos hasta Ferrol, y después a Ribadeo, a Luarca, a Gijón, a Oviedo, a Llanes, a Panes, a Cabezón de la Sal, pasábamos por Torrelavega (que es mi pueblo), y seguíamos a Requejada, y a Mompía, y a Santander, y por Gama y Treto, y ya terminas en Bilbao, en una estación muy cuca, una estación de Art Déco muy Déco.
Así que nosotros de Santiago… salir en vez de llegar. Cosas de ser posmodernos.
También les digo, Santiago no hay quien lo reconozca. Hacía un sol punzante, un sol lleno de arrogancia, un sol de brillo casi ecuatorial. Hacía un sol des-galego, y allí todo eran abanicos, y gorritas entre lo hortera y lo Foster Wallace arreglao pero informal, y las piedras relucen, porque en Santiago todo es granito, y tienen relentes como de luna sobre mares, como de osarios que contienen quién sabe qué… También hay ciclistas que no dan el perfil de ciclistas, ciclistas grandes y con panza de inversor, ciclistas sobre bicis eléctricas, con más pelos en las patas que un jabalí por junio (antes el Camino era cosa de flacuchos y esmirriaos, gente con cara de haber pasado hambre… todo eso se perdió como lágrimas en la lluvia, o como la misma lluvia, que ya ni asoma). Y graznan por canalones los cuervos, cuervos que guardan tesoros de historia, porque sabrán ustedes que esos cuervos son, realmente, los caballeros del último rey de Galicia, que me lo contó a mí un tal Manuel Rivas…
Y luego está el arrullo del tren. Uno entiende a los viajero decimonónicos, que iban en tren a todas partes. Otra idea, otra mentalidad. Tú vas ahí, sentaduco, con los ojos pegados más allá del vidrio, y hay un leve cabecear de paisajes y aldeas, y murmullan los pernos, las eclisas, y es un ruido metálico, es la nana que cantaría una niñera robot, y la sensación resulta dulce, resulta perfecta, y tus pensamientos van muy, muy lejos…
Ojo, el tren se mueve, se balancea como barco entrando en bahía. A la tripulación no se les nota, porque la tripulación son muy profesionales (la tripulación cruzaría el puente colgante de Indy con los ojos cerraos), pero nosotros vivimos en un estado de ebriedad serena, en ese compás que tienen los marineros que recién desembarcan (o los borrachos cuando no saben que lo son).
Por eso las mesas tienen reborde. Para que los vasos tiemblen, pero no se caigan.
Para que los libros duerman, perezosos, boca abajo.
Hay tanto que ver…
A ratos nos llevan por ahí, de excursión, como a los niños que se portan bien (o a los niños que quieren perder de vista sus padres). Entonces cogemos un autobús, y el chófer se llama Aitor, y Aitor es un tío de lo más salao, y en el autobús hay hilo musical, y es el hilo musical que usted esperaría en todos los hilos musicales, y está Celine Dion, y Maná, y Whitney Houston, y U2, y también Delilah, y no busquen cosas indies, ni black metal, ni la banda sonora original de los Fraggle Rock. Ah, y Kenny G, en estas situaciones siempre suena Kenny G, no puede faltar Kenny G.
Qué manía, tú, con Kenny G.
(En estas salidas llevamos unas cosas que llaman whispers, y que consisten en aparatitos con auriculares para no perderte nada de lo que te cuentan. Siempre que miro a mis compañeros ellos llevan los whispers perfectamente ordenados, como recién salidos de la caja, mientras que yo agurruño los míos en el bolsillo del pantalón, creando nudos caóticos y densos que hacen sacar espadas a cualquier macedonio. Prefiero no extraer conclusiones de esto).
A veces notas como pesan pasos y digestiones. En el viaje, digo. Bueno, eso y el calor, que menudo calor, oigan, a mí me dijeron que en el norte hacía fresquito, yo soy del norte y allí hacía fresquito, pero no, nada de fresquito, solo calor y bochorno. Y cierta fatiga en los paseos tras explicaciones y anécdotas, donde ya no hay ansiosos que salgan rápido y caminen a toda hostia. Bueno, alguno queda, pero me entienden… Todos hacen por remolonear en muros, banquitos y miradores, con la esperanza de que nadie se levante, que nadie rompa paz. Pero siempre surge alguno (osado, sinvergüenza, con menos gotitas de sudor en sienes) que se erige en sherpa, y el resto, preñados de circunspección, prosiguen.
Ay.
¿Recuerdan el traqueteo? Pues ducharse resulta aventura sideral en esas condiciones. Y darse un buen afeitado… lo mismo. El tren pilla sesenta o setenta kilómetros a la hora, que igual a ustedes no les parece mucho, vale, pero es que vamos por vía estrecha, y son vagones antiguos, y tampoco se han visto en lo de usar la maquinilla, no, a setenta kilómetros por hora. Así que no rechisten.
Por las mañanas te despiertan tocando una campanilla, que es dorada, gruesa, enorme. Tú desperezas sueños, intentas recordar pueblitos, te preparas para el desayuno, que es cosa de comentar (el desayuno es la comida más importante de la jornada, lo dicen siempre las madres). También mola mucho la cocina del tren. La cocina del tren es plateada, y los cocineros, que son dos, visten de negro centella, y se mueven muy rápido, tanto que dejan tras de sí su figura fantasma (como le pasa a Bugs Bunny), y allí hay humo, y todo es angosto, y huele fenomenal, y resulta increíble que se pueda currar a esos niveles en lugar tan chico. Ah, siempre tienen la radio puesta, y van comentando entre ellos la jugada, apostillando a locutores como si fueran Gomaespuma con sabor anchoa…
Esto de los trenes turísticos empezó en 1983, con el Transcantábrico. Lo hicieron transformando viejos coches de 1927 en coches salón. Eran, todos, de fabricación british. La Leeds Forges, nada menos, que recibió encargo de Ferrocarriles Vascongados. Siete metálicos de primera clase, cinco Pullman con pura exuberancia. Todo para ir desde Bilbao a Donosti, que es cosa de gran donosura. En el año 2000 surgió una segunda rama del asunto, que le dijeron Transcantábrico Clásico, y, desde 2020, Costa Verde Express. Seis días, cinco noches. Sí, durmiendo en el mismo tren. Delicia, oigan.
Très chic.
La última vez que estuve en Los Lagos de Enol era el año 1997, ganó Pavel Tonkov y yo pasé más frío que nunca en mi vida. También subí aquello en bici, por carretera de buen asfalto y muchas rampas.
Ahora es todo diferente. Porque se trepa en autobús (y menudo vértigo, en autobús… un grande ese Aitor, que conducía el cacharro), y hace sol, y mucho calor, y es meteorología Grande Boucle, no meteorología Vuelta a España. Pero hay cierto aire de familiaridad, cierta añoranza del verde. Los muros a piedra con pelos de bosque, los helechos como lagartos camuflaos, las hojas que triscan por el suelo (hojas de castaño, de cagigas, de avellanales)… es todo como un “ya verás, ya”, un “ven aquí en diciembre y chupa viento”. Ayudan las vacas, claro. Las vacas son, aquí, rubias con flequillo, guapísimas, y posan para las fotos diciendo muuu con aire de estreno en Callao, porque las vacas son, aquí, estrellas de peli y reportaje. Y por eso pastan tranquilas en lindes y cunetas, y a veces se cuelan por el asfalto, y miran con aire de sabérselas todas, y se retiran, pausadas, cuando les entra el capricho de retirar, pausadas.
Hay, junto a los Lagos, muchas flores de esas que dicen quitameriendas (flores rosáceas de corazón amarillo, flores que barruntan nubes), y cardos, y escajos con chispazos color sol, y huele a hierba, y un poco a miel sin hacer, que es como huelen, sí, las brañas en puertos.
Siempre me ha encantado este sitio.
(Un apunte… los hórreos. Porque había hórreos para aburrir. Pero eran diferentes. Empezamos con los gallegos, que son rectangulares, y de piedra, y tienen forma aferetrada, y se llaman cabozos. Y después los asturianos, con su madera oscura y su aire de postal para mandar a los amigos, sus panojas colgando fuera, sus tejaditos como casas de David el Gnomo. En Cantabria también quedan algunos, y más que había de antes desde la Liébana hasta Iguña, pero no asomó ninguno).
También estuvimos, por ejemplo, en la Playa de las Catedrales (que es muy bonita, y donde vi un perro carlino dentro de un carrito de bebé, porque siempre puede ir a peor nuestra sociedad), y en Luarca (donde nos contaron la historia de Cambaral, que yo la sabía por la canción de Avalanch, y Cambaral está dibujado en unos azulejos, pero lo han puesto pelín bizco, y es irrespetuoso, hombre, ponerle pelín bizco). Y cerca de Llanes pasamos al lado de un toro de Osborne. Yo, que soy de Cantabria, siempre he flipado bastante con eso del toro de Osborne. Pero vamos, que bien, porque a mí me gusta mucho Black Sabbath, y el Blizzard of Ozz, ya en solitario, es un discazo…
Las estaciones de pueblo son espacios diferentes, como aislados del mundo y el tiempo. Parecen, si miras con cariño, pequeñas granjas con gatos de escápulas danzarinas, gorriones que saltan, arbustos, árboles que no medraron demasiado, balastos verdeando líquenes y humedad, balastos que parecen ranitas que se echaron a dormir. Tienen, las estaciones, un color amarillo Feve, que es amarillo pálido y descascarillao, y hay, en algunas, ropa colgada en tendales que vigilan, pantalones color negro, monos azules, una camisa polícroma modelo “Hawái Cantábrico”. Y luego está el interior, que parece interior de teleserie, con su luz artificial y su aire de casas antiguas, con sus sonidos familiares de retinglar infantil (sonidos que no sabías recordar, sonidos como el sabor de los tigretones, solo que con voz metálica diciendo “el próximo tren proveniente de Gornazo entrará en la estación dentro de dos minutos”), con su rutar de motor que calienta, con su olor a ferralla dormida. Hay, también, farolas de albura redonda, y raíles que son raíces, y caminitos de un hierro que fue grisáceo y ahora es rojo óxido…
Yo tenía, de chaval, una estación enfrente de casa.
Nunca lo había pensado, pero añoro algo de allí.
Vale, describamos el interior del tren.
Hay alfombras mullidas. Hay alfombras muy mullidas. Hay alfombras donde querrías tumbarte, porque parecen hierba fresca, recién segada. Hay, también… miren, vamos a hacer una cosa… vamos a echar un vistazo a través de puertas abiertas. Es la ventaja de los trenes, que se te pierden ojos al infinito. ¿Preparaos? ¿Sí? Venga.
Tenemos una barra en primer plano, una barra brillante, una barra que tiene detrás la caja registradora más dorada y más antigua y más bonita que yo jamás haya visto. Después, a unos metros, hay dos chicas que charlan, cada una sentada en un lado del vagón, dejando centímetros entre sus rodillas, el punto de fuga clarísimo, coca cola en cada manuca, sonrisas por rostro. Hay, detrás, un camarero colocando mesas, que mira de reojo, que tiene rostro reconcentrado. Después, aun más lejos, movimientos, cuerpos gestualizando, escenas que no terminas de comprender, porque te llegan en mixtura. Y reflejares, reflejares de puertas con ajimez que se cierran y por donde va pasando el mundo. Hay una moza con los brazos cruzaos, pensativa, hay cinco luces de pared a cada lado (destello ambarino), hay cortinas color mar (mar de agosto, mar donde entran papardos), hay sillas cómodas como para trabajar en ellas, hay una ventana en cada mesa, para que no extravíes ninguna cabaña, ningún río…
La palabra es “acogedor”, supongo.
Tú entras en Santillana del Mar y encuentras sirenas. Sí, sirenas, como lo oyen. Están en un escudo, en un blasón, allí, en la primera casa según pisas empedrado, tres metros desde el suelo. Piedra color bizcocho, tallas exquisitas.
Sirenas.
Nos viene muy bien, eso de las sirenas, porque llevamos rías y costas a montones, desde que salimos de Santiago. Que si Ribadeo, que si Aguas Santas, que si Cudillero, Luarca, Llanes o Tina Mayor, que si angulas en noviembre y salmones por abril. Perfecto.
¿Sirenas? Pues claro… cómo no.
Santillana del Mar es villa más moderna que del medievo, por mucho que parezca lo otro. Colegiata y dos o tres casucas antes del Corregimiento, evolución de antiguas torres que defendían linajes y linajudos. Aquí aposentaron reales los de la Vega, que después serán de la Vega-Mendoza, y Marqueses, por más decirles. Vamos, que Santillana es la villa del Marqués de Santillana, tampoco hacen falta muchos estudios para eso. El de las redondillas, el de las mozas fermosas. Intentó introducir, el Marqués, versos endecasílabos en el idioma castellano, porque era como rimaban en Italia, e Italia tiene ese punto de cosmopolitismo renacentista, pero no tuvo mucho éxito, porque nosotros respiramos en golpes de a ocho. Prueben, prueben a inventarse un pareado y luego echen a contar… ¿ven?
(Fue un descendiente suyo, Garcilaso de la Vega, quien definitivamente introdujo métricas mayores y sonetos en la cultura peninsular, pero de eso les cuento otro día).
Santillana del Mar tiene dos calles, y ambas terminan llegando a la gran iglesia, que primero fue abadía y debió transformarse en el siglo XII, por aquello de que los castellanos (Covarrubias, por ejemplo) ejercían presión y gastaban anhelo de gobernar allende peñas. Y, así, tiraron para adelante, y tornaron colegiata, que es templo con colegiales. Vamos, que muchos curas. Vamos, que importancia económica, eclesial y política, por lo que dijimos del Marqués y tales rollos.
Y eso, que hasta llegar a Santa Juliana pasas por casonas, y por cuarteles de armas peculiares, y por sillerías, y por balconadas, poderes civiles, recuerdos del ayer. Santillana tiene ese aire de sitio donde pasaría inviernos Friedrich, donde tendría su estudio (coqueto y acogedor) un Victor Hugo. Es el paradigma romántico, pero con sobaos y vacas (andaba un tractor cargando líquido del lavadero, porque aun existe quien no vive de turistas o similares).
Todo es mejor, sí, con sobaos y vacas.
Muy cerca se abre Altamira. De Altamira dijo cosas muy profundas Pablo Picasso, y tiene historia con engaños, con dubitaciones, con hidalgos a los que nadie cree y resultan tener razón. Altamira te hace sentir pequeñito, aunque estés en la reproducción, porque eso tiene miles de años (bueno, no en la reproducción, pero ya me entienden), y tú apenas emborronas folios con tonterías posmo, y los bisontes parecen sangrar, y la cierva preñada parece a punto de tener un bambi. Es difícil de explicar, sí, lo que se siente en Altamira, aunque sea la Altamira nueva.
O quizá no, quizá resulta sencillo, pero nos avergüenza reconocerlo.
Porque eres (casi) nada.
Siempre te cambia, ir a Santillana del Mar.
Allí, a lo lejos, el océano.
Olas, agua que refulge, brillos.
Allí, a lo lejos.
El tren mece.
El tren susurra.
Fuera, el mundo.
Marcos Pereda