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La comida moderna, empaquetada, procesada, etiquetada, jalonada de «química» (como esos temidos números E), tiene colgado el sambenito de ser menos natural, y por tanto menos saludable, que la comida de nuestros antepasados. Todo eso no es cierto, pero probablemente la confusión venga dada por una serie de prejuicios alimentados por nuestra cultura posmoderna; prejuicios que han formado mitos como el fuego de Prometeo, la caja de Pandora, el vuelo de Ícaro, el trato de Fausto o el monstruo de Frankenstein.
La ciencia y la tecnología son impías y jugar a ser dioses siempre acaba muy mal, como bien nos ha enseñado machaconamente la distopías de la serie de televisión Black Mirror.
La paleodieta, un tipo de dieta que persigue alimentarnos tal y como lo hacían nuestros antepasados prehistóricos, podría formar parte ya de la serie de mitos anteriormente enumerada.
Relegar a la paleodieta a la categoría de mito es fácil si echamos un vistazo a la literatura científica y a las evidencias arqueológicas de los propios cazadores-recolectores, en los que supuestamente se basa esta moda. Vivían en un amplio abanico de entornos naturales que van de los desiertos a la tundra ártica, pasando por las selvas tropicales y los bosques.
No existe una forma de vida ideal y modélica de los cazadores-recolectores. No existe ni siquiera la idea de una paleodieta, porque ésta debería ser un conjunto de dietas muy diferentes entre sí.
Prehistóricos modernos
Nos podemos acercar a los efectos en la salud de la paleodieta fijándonos en las personas que viven lo más parecido posible a como lo hacían nuestros antepasados cazadores-recolectores. Una vez localizados, podemos establecer estudios observacionales de los que extraer datos antropométricos, conductuales y demográficos.
Estas personas existen, y forman parte de sociedades contemporáneas tradicionales. Como los grupos agropastorales u horticulturales tales como los !kung san (en el sur de África), los kipsigis (Kenia), los yanomamo (Amazonia) o los hadza (Tanzania).
De todos ellos, tal y como refieren Jonanthan B. Losos y Richard E. Lenski en su libro Cómo la evolución configura nuestras vidas, «solo el estilo de vida de los cazadores-recolectores, como los !kung san, se considera estrictamente hablando similar al que imperaba en el Pleistoceno».
Lo primero que descubrimos al analizar estas sociedades, además de que tienen porcentualmente unos índices de homicidios superiores al de cualquier ciudad moderna, es que su salud no es particularmente mejor que la nuestra. Obviamente, no disponen de los recursos médicos, sanitarios y de higiene necesarios para ello, así que ¿hasta qué punto su alimentación influye en que vivan más o menos años con salud?
Para responder a esta pregunta hemos de viajar atrás en el tiempo, a la vez que aprendemos lo que significa la selección natural.
Tú vives, tú no
La selección natural es lo más parecido a un régimen fascista: solo permite que sobreviva no ya el más adaptado al medio, sino solamente el que es capaz de llegar a la edad fértil y reproducirse. Es decir, el que consigue perpetuar su código genético, aunque luego se muera.
Los genes, en ese sentido, y tomando prestadas las palabras del etólogo y biólogo evolutivo de la Universidad de Oxford Richard Dawkins, serían como títeres que manejan a los humanos para saltar de cuerpo en cuerpo: cuando uno empieza a fallar, se reproducen en otro más joven.
Es decir, que para que la dieta de nuestros antepasados fuera adoptada no era tan necesario que fuera saludable como que ésta permitiera sobrevivir los suficientes años como para tener hijos.
A esto se añade otro problema, a poco que exploremos nuestro pasado: cada sociedad de cazadores-recolectores mantuvo una dieta bien distinta en función del ambiente en el que tuvo que sobrevivir y prosperar. Eso sin contar que no siempre hemos sido cazadores-agricultores: antes fuimos bípedos de aspecto simiesco, y antes de eso pequeños mamíferos, y así sucesivamente hasta llegar al caldo primordial.
El catedrático de biología evolutiva de la Universidad de Harvard Daniel E. Lieberman lo resume así en su libro La historia del cuerpo humano. Evolución, salud y enfermedad:
«A modo de analogía, intentar entender a qué está adaptado el cuerpo humano fijándonos únicamente en los cazadores-recolectores sería como tratar de entender el resultado de un partido de fútbol mirando solamente un fragmento de la segunda parte.»
Comer de la forma más natural posible no tiene sentido, porque no existe una única forma de relacionarse con la naturaleza, y todo depende del clan en el que nos fijemos, el lugar donde vivimos y el año que decidamos determinar como el más adecuado. Los australopitecos, como los chimpancés y los gorilas, comen lo que pueden conseguir, así que se estima que hay una media docena de dietas diferentes que reflejan las condiciones ecológicas diversas en que se vivió.
Y, por si fuera poco, las dietas fueron evolucionando a medida que el ambiente lo hacía: por ejemplo, si a los autralopitecos les encantaba comer fruta, a medida que las glaciaciones fueron inundando el planeta Tierra, ésta empezó a escasear y los alimentos más basados en tubérculos y las carnes con más energía se convirtieron en manjares más codiciados.
Todo esto no significa que muchas de los consejos de la paleodieta no sean saludables. Cuando se publicó New England Journal of Medicine uno de los primeros estudios sobre los beneficios de la paleodieta (1985), se ofrecieron algunas pautas que llevan a cabo civilizaciones no «occidentales» donde se logra reducir la prevalencia de enfermedades como la obesidad o la diabetes.
El problema es que la paleodieta se ha vulgarizado y ha ido añadiendo una mezcolanza de ideas sin base científica. Por ejemplo, recomienda consumir carne roja alegremente, cuando el exceso de este tipo de alimentación es perjudicial, y estigmatiza los lácteos y las legumbres, cuando ya hay metaanálisis que desmienten este temor.
Amén de que cada persona responde de forma distinta a las dietas (hasta que no alcancemos la nutrigenómica, el margen es escaso). Así pues, no hay razones fundadas para volver a las cavernas, y tampoco para alimentarse como los cavernícolas, aunque el posmodernismo no deje de tratar de persuadirnos de lo contrario. Más biotecnología, y más ciencia, a lo Dr. Stone.
Sergio Parra