La Vereda: reconstruir un pueblo abandonado “por amor al arte”
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03.08.2023
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“Este vastísimo territorio incrustado en la periferia de cinco comunidades españolas, que se extiende por diez provincias y agrupa a 1.355 municipios, esta tierra donde el silencio cabalga montañas y las voces infantiles quedaron afónicas el siglo pasado tiene una densidad media de solo 7,34 habitantes por kilómetro cuadrado. Igual que la gélida y boreal Laponia”. Así escribe el periodista Paco Cerdà en la primera página de su libro Los últimos. Voces de la Laponia española (Pepitas de Calabaza, 2017).
Y ahí está la provincia de Guadalajara, donde muchos pueblos hacen desplomar, incluso, esa minúscula cifra. Son los olvidados por el progreso y sus comodidades. Hasta que alguno se recupera por la perseverancia y amor a la cultura propia de un grupo de Quijotes y Sanchos Panzas. Vamos a conocer a un reducto de idealistas que llevan medio siglo trabajando para evitar la desaparición de un pueblo: La Vereda, en la sierra de Ayllón, que hoy ya pertenece al municipio de Campillo de Ranas (Guadalajara).
A punto de ser derribado para reforestar la zona
Primero, un poco de historia. En el siglo XX, como tantos otros pueblos con duras condiciones de vida, La Vereda fue quedando abandonado. En 1972 el Instituto para la Conservación de la Naturaleza (ICONA) expropió los montes y terrenos para reforestar la zona; en 1976 un grupo de jóvenes de Madrid medió para evitar su derribo y el de los cercanos El Vado –que quedó sumergido en el actual pantano- y Matallana.
Ahí nació la Asociación Cultural La Vereda, que logró la concesión del pueblo a cambio de un alquiler (primero del organismo estatal y, tras su desaparición, la Consejería de Medio Ambiente de Castilla-La Mancha). En la actualidad, ese convenio se va renovando cada diez años.
Una exsocia que estuvo 20 años en el proyecto y que prefiere mantenerse en el anonimato explica que el “alma mater” fue un arquitecto que, con su compañera y amigos y compañeros de profesión, se acercaron un día a la zona y quedaron enamorados del pueblo, que se estaba echando a perder tras décadas de abandono. Entonces iniciaron los trámites legales para poder restaurarlo.
Sin luz, servicios públicos, carretera ni cuarto de baño
Al contrario que proyectos como Fraguas, en Guadalajara, o Barchel, en Valencia, en La Vereda la intención nunca fue volver a habitarlo. “Esto no se podía repoblar”, asegura, dadas las rudas condiciones en las que se asienta: en medio de la sierra, sin luz eléctrica, con tomas de agua que han hecho ellos mismos desde un manantial cercano, con una pista de acceso de 15 kilómetros (inicialmente, ni eso), sin servicios públicos y donde el pueblo más próximo está a unas dos horas y media caminando. Ah, las casas no tienen cuarto de baño, así que bromean que, “cuando veas a alguien con una piqueta, ya sabes a dónde va” (eso sí, está prohibido dejar el papel en el monte).
Entonces, si La Vereda no se repuebla, ¿todo para qué? “Para mantener la arquitectura popular primigenia de la zona”, defiende la exsocia. Dicho de otra manera, “por amor al arte y para trabajar porque no quieres que se pierda”. Sí que es cierto que algún participante tuvo en mente, en algún momento, irse a vivir allí, en medio de la montaña, sin luz ni agua, motivados por una idea bucólica y un tanto hippie (¡eran los años 70!); pero pronto descubrieron que no era viable y que, lo que les unía a todos y todas era eso, mantener el patrimonio local.
Obras a mano y con materiales de los alrededores
Así que las casas funcionan como viviendas para acoger a quienes se acercan habitualmente a trabajar. Hay un socio por cada casa (ahora mismo, unos 35), que tiene sus llaves y pagan una cuota a la Asociación Cultural La Vereda para permitir que siga adelante con la compra de material, etc. Que nadie se engañe: no son chalets en la montaña para hacer comilonas con los colegas; quien es socio, se compromete a trabajar en el proyecto. Eso quiere decir seguir reconstruyendo el pueblo y hacerle su correspondiente mantenimiento.
Ojo, porque las obras se hacen de manera un tanto diferente a lo que podemos estar acostumbrados: es prácticamente todo a mano -¡recordemos que no hay luz eléctrica, apenas un grupo electrógeno “para algún taladro” y poco más!- y con materiales que se extraen, en su mayoría, de los alrededores de las casas (se intenta evitar el cemento al máximo, solo se emplea en cosas puntuales).
La construcción es lenta y costosa y se basa, prácticamente, en paja, barro arcilloso y agua. “Es una arquitectura muy débil, muy endeble, y tiene que estar muy seca para que esté en condiciones y sin goteras”, explica la exsocia que nos hace de cicerone de La Vereda en este reportaje.
Normalmente, de las obras de las casas se encarga cada socio y, cuando hay que abordar algún trabajo más grande y complejo, se organizan “trabajos comunitarios” con materiales, como la madera, que intenta cubrir la asociación. Algunos incluso han contratado obras concretas –como tejados de las viviendas- a trabajadores de la zona. “Cuando vas, parece que las casas lleven así toda la vida.
Pero muchas tienen mucho trabajo metido, a algunas se le han hecho los tejados o los muros hasta tres o cuatro veces en estas cinco décadas”, asegura la exsocia. Hay que recordar que toda la faena se hace por gusto y altruismo, ya que “nunca vas a ser propietario de nada” (todo es de la asociación, en régimen de concesión, como hemos visto).
¿Te animas?
Quizás todo esto no suene muy apetecible, ya que parece –seguramente lo sea- algo así como un sueño loco de cuatro idealistas. Aún así, si alguien quiere unirse al proyecto no es complicado: basta con que se acerque al lugar, charle con la gente, vaya con ganas de trabajar y ayude alrededor de un año. Pasado ese tiempo, si la relación va bien, se le mete como “aspirante” en una lista de espera y se le entrega una casa cuando haya alguna libre. Estas se van vaciando por diferentes motivos: por cambios vitales (mudanzas, tener hijos, cuidados, etc.), porque algunos lo dejan o, simplemente, por fallecimiento.
Recientemente se ha inaugurado, en una de las casas, un museo etnográfico y un hombre lleva unos cuatro años viviendo solo en el pueblo (“solo” es un decir, ya que frecuentemente recibe la visita del resto de socios), siendo el único que en estas cinco décadas ha dado ese (¡valiente!) paso. Para terminar, y porque todo en la vida no va a ser trabajar, hay que decir que La Vereda no deja de lado uno de los momentos más esperados por todo pueblo que se precie: ¡las fiestas patronales! Aquí las celebran por San Pedro, el 29 de junio, con muy buen ambiente.
Raquel Andrés