Recuperan una calzada romana en Soria, pero una de verdad, para peatones y ciclistas
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10.08.2022
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La inmensa mayoría de las calzadas que llamamos romanas no lo son, explica el ingeniero Isaac Moreno Gallo. Las verdaderas tienen una superficie de gravilla mucho más eficaz para la circulación de carros que esos caminos de losas traqueteantes de siglos posteriores. Entre las vías romanas que ha identificado Moreno, destaca un tramo de siete kilómetros que ahora vuelve a prestar servicio entre Venta Nueva y Blacos, en la provincia de Soria. Esa es la mejor manera, dice, de conservar esta carretera de dos mil años: utilizándola.
—Nadie tiene ni puñetera idea de cómo eran las calzadas romanas —dice Isaac Moreno Gallo—. Todo el mundo se ha hecho una idea falsa, basada en las recreaciones de los historiadores románticos, los cómics de Astérix, las películas de Hollywood, las ilustraciones de los libros de Historia con esos obreros que van acumulando capas de piedras y luego ponen encima unas losas… No eran así, en absoluto.
Por eso una calzada romana atravesaba los páramos de Soria sin que nadie se diera cuenta: porque nadie sabía verla. Ni siquiera la mencionaron en la declaración de impacto ambiental del tramo Venta Nueva-Santiuste de la autovía A-11, inaugurado en junio de 2022, y la hubieran sepultado para siempre si la actual dirección de la obra, en la que participa Moreno, no hubiera convencido a las administraciones de que disponían de un tesoro. Durante dos décadas Moreno explicó a quien quisiera oírle que ese montículo de tierra con superficie de gravilla compacta, que atraviesa la provincia de Soria de este a oeste, era la vía entre las ciudades romanas de Augustobriga, Numancia y Uxama (actuales Muro de Ágreda, Numancia y Osma). Él sabe seguirla hasta León por un lado y Tarragona por el otro.
—Porque me dedico a hacer carreteras y sé cómo son.
El burgalés Isaac Moreno es un ingeniero de obras públicas de 63 años, director científico y presentador de la serie Ingeniería romana en La 2, con sus pantalones caquis de bolsillos amplios, su polo negro y sus gafitas, que le dan ese aire de profesor trotamundos, de esos que combinan libros y excursiones para explicar las materias. Siguiendo sus propuestas, las obras de la autovía se modificaron para salvar siete kilómetros de calzada romana. La despejaron de arbolado, la explicaron con tres áreas de interpretación y la acaban de abrir a peatones y ciclistas. No hay mejor manera de conservar un camino, dice Moreno, que utilizarlo.
—Ahora es una de las vías romanas mejor documentadas de Europa, la hemos seccionado, la hemos analizado, aquí en Soria hemos aprendido con detalle cómo las construían, y lo mejor es que la hemos recuperado para la circulación. Esta comarca tiene pocos recursos. Cuando sus habitantes vean que la vía romana atrae a excursionistas, a visitantes que comen y se alojan en la zona, tendrán más motivos para defenderla. Si a nadie le interesa, caerá de nuevo en el olvido.
Que es, precisamente, lo que les ocurrió a las calzadas romanas. En los siglos posteriores al colapso del imperio, nadie tuvo medios para mantener una infraestructura que se ramificaba durante miles de kilómetros por Europa, el norte de África y Oriente Medio. Las calzadas se estropearon, se perdieron, se disolvió incluso su recuerdo. Hasta que en el siglo XIX los historiadores románticos inventaron recreaciones sin ningún fundamento: vieron algún tramo urbano que aún se conservaba, como el de la Vía Appia que recorre el cementerio al sur de Roma, y divulgaron esa idea de las calzadas con losas. Pero las carreteras romanas no eran así.
Cruzar Europa a toda velocidad
—Eso es un disparate. Y es lo que se sigue enseñando en las universidades. Por eso nadie encuentra ninguna calzada romana de verdad, porque no saben cómo son.
Moreno explica que los romanos colocaban losas en las vías urbanas, para mantenerlas limpias de polvo, barro y excrementos, pero en cuanto salían de la ciudad, presentaban una superficie de zahorra: gravilla compactada. Los romanos fueron la civilización del carro y de las carreteras. Y abundan los testimonios de la velocidad y la comodidad con la que se desplazaban de una punta a otra del imperio.
En el año 9 antes de Cristo, el futuro emperador Tiberio viajó dos días a bordo de un carro, desde Ticinum (Pavía, cerca del río Po) hasta Mogontiacum (Maguncia, a orillas del Rin) para llegar cuanto antes al lecho de muerte de su hermano Druso, devorado por la gangrena. Son alrededor de setecientos kilómetros atravesando los Alpes, siguiendo trazados inteligentes que subían y bajaban con pendientes inferiores al 6%. Y el firme debía de ser cómodo, porque Tiberio dormía en la cama del carro mientras avanzaba de noche.
En el año 68, el general Sulpicio Galva fracasó en sus conspiraciones contra el emperador Nerón y se refugió en Clunia (actual provincia de Burgos) para huir de las represalias. Perseguido, amenazado, aterrado, planeó suicidarse. En el penúltimo momento le llegó un mensaje desde Roma: Nerón había muerto, él sería el nuevo emperador. De posta en posta, aquel mensaje salvador recorrió casi dos mil kilómetros en siete días. Una media de 280 kilómetros diarios.
—Cómo iban a desplazarse los jinetes y los carros a semejantes velocidades por un pavimento de losas… ¡en qué cabeza cabe! El traqueteo sería infernal. Los carros se desmontarían en mil pedazos. Y ten en cuenta que los caballos galopaban a pezuña desnuda, los jinetes no llevaban estribos, porque el firme era muy liso. Las herraduras no aparecieron hasta la Edad Media, cuando los caminos ya se habían deteriorado y tenían que pisar por pedruscos o campo a través. Pero en tiempos romanos…
Moreno muestra el bajorrelieve de un carro tirado por caballos al trote, en el que viaja una pareja. Ella lleva un bebé en brazos.
—… en tiempos romanos el firme era excelente y no necesitaban herraduras. Si fueran trotando por un camino de losas, ese bebé habría saltado por los aires.
Eureka en Burgos
Isaac Moreno empezó a buscar calzadas romanas a finales de los años 80. Leía a los historiadores, seguía sus descripciones y no encontraba nada.
—Dejé de leer y me puse a buscar. Me iba en bici a mirar el paisaje.
Vivió su momento eureka hacia 1990 y lo sigue recordando con un entusiasmo torrencial.
—Me hablaron de un camino que iba de Burgos al alto de la Rodilla, me decían que era romano. ¡Pues vamos a ver! Me fui con la bici de montaña y lo seguí. Me di cuenta de que iba todo el rato un metro por encima del terreno de alrededor, por lo alto de un terraplén, y que la superficie era de gravilla. Qué curioso, oye… Hice un kilómetro, dos kilómetros, el camino seguía un trazado perfecto, siempre sobre ese terraplén de un metro de altura, seis metros de anchura en la parte alta y doce metros en la base: un trapecio con un volumen brutal. ¡¿Pero quién ha hecho esto?! Me puse a calcular volúmenes: ocho metros cúbicos por metro lineal, ocho mil metros cúbicos por cada kilómetro, ¡pero esto son carros y carros y más carros de piedra y zahorras, traídas desde otra parte, porque en este terreno no hay! Y coño, hice ocho kilómetros, diez kilómetros y el terraplén seguía. Aún no conocía sus tripas, pero ya vi que era una obra tremenda.
Moreno circulaba en bici con toda comodidad por un camino de dos mil años.
—Yo me preguntaba: ¿qué Estado ha tenido la potencia para construir algo así? Tuvieron que ser los romanos.
Cuando las obras de un campo de golf amenazaron con destruir una parte de aquella vía, Moreno intentó salvarla.
—Siempre he sido muy peleón. Denuncié el asunto en la prensa, la Junta de Castilla y León se mosqueó y mandaron a un arqueólogo para que investigara. El arqueólogo seccionó el terraplén, confirmó que era una obra romana pero lo entendió todo al revés: creyó que las piedras gordas de las capas inferiores eran la vía y que la gravilla superior era un sedimento natural. ¡Pero cómo va a sedimentar así, hombre! Yo vi el corte y lo entendí de maravilla. ¡Esto es un pedazo de carretera! Tiene una cimentación muy potente, con varias capas de piedras, y encima una capa de rodadura con gravilla fina.
Moreno aprendió en Burgos cómo eran las calzadas romanas y dedicó su tiempo libre de los siguientes años a seguirlas de aquí para allá, a verlas donde nadie las veía, en los paisajes de Castilla, La Rioja, Aragón, Cataluña, Francia, Italia.
¿Pero no había expertos que supieran identificar una calzada romana auténtica?
—Yo me leí toda la literatura especializada. Hay cosas interesantes, un tal Olivier que excavó vías romanas en Francia en los años 70 y lo hizo muy bien, pero en España nadie ha leído a Olivier. Aquí hay catedráticos que siguen enseñando vías romanas sin tener ni idea, siguen con los famosos dibujitos de los obreros poniendo capas de piedras y encima las losas. He leído tesis doctorales que no aciertan ni una; de todo lo que llaman vía romana no es romana ni un metro, ¡es que ni un solo metro!
Moreno enumera calzadas que se promocionan como romanas por toda España y que en realidad son caminos medievales o caminos de mulas de hace dos o tres siglos, con un pavimento de pedruscos y unas pendientes imposibles para los carros romanos.
—Cada vez que tenemos una calzada de piedra, decimos que es romana y a correr. Con los puentes romanos, igual. Han sobrevivido poquísimos puentes, porque la fuerza de los ríos es terrible. En la Edad Media hubo una pequeña edad de hielo, con gotas frías y muchas riadas, una crónica de Alfonso X el Sabio dice que las aguas tiraron todos los puentes de España. No caerían todos, resistieron el puente de Alcántara y alguno más, pero la mayoría cayeron. Otra cosa es que los posteriores los construyeran en el mismo sitio que los romanos, lógicamente, pero puentes romanos quedan poquísimos a pesar de lo que digan las oficinas de turismo.
“Si la ves desde el avión, la calzada te grita”
Isaac Moreno pateó los campos, voló en avionetas, trazó cartografías y entregó un catálogo minucioso de calzadas romanas a la Junta de Castilla y León. En ese catálogo figuraba la vía entre Muro de Ágreda, Numancia y Osma, de la que ahora han recuperado un tramo de siete kilómetros.
—Era facilísima de encontrar.
Estos páramos sorianos son terrenos pedregosos, en los que la calzada se conservó mucho mejor que en los campos donde los agricultores iban destruyendo el terraplén romano al labrar las tierras.
—Pero incluso en esas partes destruidas, si las sobrevuelas en avioneta en invierno, distingues una línea recta con el color grisáceo de la gravilla, que va atravesando los campos marrones. A ras de suelo no la ves, pero desde el aire la calzada te grita.
Desde hace siglos, los vecinos llamaban Camino Sarraceno, Carramoros y Carretera de los Moros a diversos tramos de esta vía.
—Se quedó en la memoria colectiva —cuenta Moreno—. Los musulmanes pasaban por este camino en sus aceifas, en sus incursiones contra los territorios cristianos del norte. Salían de su cuartel general en Medinaceli y se lanzaban contra Pamplona, León, Santiago. Tampoco te creas que serían gran cosa: iban mil tíos a caballo para atacar a unos reinos cristianos bastante zarrapastrosos, aquello eran guerras de pobres contra pobrecitos. Los musulmanes destruyeron Clunia, que entonces solo era una aldea medieval, un puñado de okupas que habían montado sus cabañas de madera y paja entre las ruinas romanas. El caso es que Almanzor lanzó cincuenta aceifas, una cada verano, pam, pam, pam, llegó a Compostela, saqueó la ciudad, destruyó la basílica del apóstol Santiago, robó las campanas y se las llevó a Córdoba, a toda velocidad. Eso solo se puede hacer por buenas carreteras. En el siglo X no estarían completas, se habrían perdido partes, faltarían puentes, tendrían que vadear ríos, pero los tíos iban a caballo y detrás llevaban la intendencia, carros de ruedas macizas con la comida y el armamento, con los herreros, los cocineros, los cabestreros, los artesanos que necesitaban. Eran desplazamientos impresionantes a caballo. ¿Y por dónde iban? Las crónicas medievales no lo mencionan, porque lo daban por supuesto: no había otros caminos que los romanos. Y eso quedó en la memoria. Por eso la gente de los pueblos llama Camino Sarraceno o Camino de los Moros a las calzadas romanas.
Esta calzada de Soria la dibujaron con toda precisión en un mapa de 1783 y la describieron como “vía militar”. En mapas franceses posteriores la llamaban “vía romana”. Y se mantuvo en uso como Camino Real hasta bien entrado el siglo XIX.
El ingeniero Eduardo Saavedra llegó en 1860 para construir una carretera moderna, la actual N-122, se encontró con la calzada en buen estado y la respetó en todo su recorrido. También aprovechó para estudiarla: dibujó secciones de la vía, describió su cimentación y la capa de zahorra, marcó su trazado completo. En 1861 publicó un informe cuyo título no dejaba dudas: “Descripción de la vía romana entre Uxama y Augustobriga”. Era una de las vías romanas más importante de España, seguía en muy buen estado, estaba perfectamente descrita y sin embargo cayó en el olvido.
En España la mejor manera de guardar un secreto es escribirlo en un libro, dijo Manuel Azaña.
Nadie hizo ningún caso a la descripción de Saavedra. Cuando se inauguró la carretera moderna en el siglo XIX, la vía romana quedó abandonada y empezaron a crecerle sabinas. Más tarde aparecieron los tractores, que la cruzaban de un lado a otro, subían y bajaban por el terraplén, lo iban desmoronando. En la década de 1960, cuando ensancharon la carretera de Saavedra y le rectificaron algunas curvas, se comieron buenos pedazos de la vía romana.
—El terraplén estaba ahí, delante de sus narices, pero no sabían verlo o les daba igual —explica Moreno—. Fue un pequeño desastre. Y en el siglo XXI nos íbamos al desastre completo, pero lo salvamos de milagro.
Quienes planearon el nuevo tramo de la autovía del Duero ni siquiera contemplaron la existencia de la calzada romana. Iban a sepultarla. Por suerte, las obras se paralizaron desde 2010 hasta 2016 y dio tiempo a que las autoridades de Castilla y León conocieran el catálogo de Isaac Moreno.
—Yo me dedicaba a hacer mis carreteras en Aragón, como las sigo haciendo ahora, yo vivo de eso, de mi trabajo de ingeniero de Obras Públicas del Estado. Lo de las calzadas romanas nunca me ha dado de comer. Pero en 2018 nos llamaron para que propusiéramos alguna modificación en la autovía del Duero, mis superiores relacionaron mi nombre con las calzadas romanas. Desde el principio pensamos en salvar la calzada al máximo. Yo no fui el capitán Trueno que vino aquí a salvar nada, ¿eh?, a mí me trajeron mis jefes. A mí me vino Dios a ver, fue una suerte, una carambola, porque nos permitieron estudiar la calzada a fondo en un trocito imposible de salvar. Le hurgamos las tripas como nunca antes se habían hurgado.
Pero si no lo hubieran llamado a él…
—La calzada la tapan para siempre, claro.
Decidieron sostener algunos tramos de la autovía en estructuras tipo pérgola, para que la calzada romana pasara por debajo sin interrupción. Así mantuvieron un corredor continuo, del que rehabilitaron y promocionaron siete kilómetros.
—Había trescientos metros de calzada que la autovía iba a comerse sin remedio. Aprovechamos para hacer una excavación minuciosa en esa parte, para confirmar lo que sabíamos de sondeos anteriores y para aprender mejor que en ningún sitio cómo se construían las vías romanas.
Así las construían
Cartografiaban la zona, dibujaban el trazado de la vía, hacían marcas en el paisaje, talaban árboles, arrancaban zarzas y despejaban una franja de unos cincuenta metros de ancho. Colocaban como cimiento unas capas de rocas gruesas que rellenaban con piedras menudas y arenas, el conjunto se iba estrechando hacia arriba. Este terraplén trapezoidal se elevaba hasta un metro para soportar el paso de carros cargados. En esta excavación soriana, los arqueólogos encontraron marcas de rodaduras en las capas intermedias:
—No son las marcas de los carros viajeros, porque esa capa no era la de rodadura —explica Moreno—; son marcas de los carros basculantes que construyeron la calzada, los de la propia obra. Esos carros venían con la caja llena de zahorras y las volcaban, luego pasaban unas mulas arrastrando tablones para extenderlas, otros carros con cubas de agua las iban regando y al final pasaban un rodillo de piedra para compactarlas. A veces esa zahorra la tenían que traer desde lejos. En las Landas francesas, que son una inmensa llanura arenosa, los geólogos descubrieron que las piedras de la calzada romana las habían traído desde sesenta kilómetros. Imagínate el trajín de carros, las obras eran colosales.
La superficie de rodadura medía 6,5 metros de ancho, suficiente para que se cruzaran dos carros. La cimentación de piedras gruesas la delimitaban con bordillos tirados a cordel, con tanta precisión como para que en los páramos leoneses avancen tramos de quince kilómetros perfectamente rectos, sin torcerse ni un metro. Eran obras colosales y muy precisas, que procuraban seguir las divisorias de aguas y buscaban el trazado más recto con el menor desnivel posible. Si hacía falta, cavaban trincheras, perforaban túneles o tallaban el monte como un queso para encajar la calzada.
—Por donde tenían que pasar, pasaban.
La vía peraltaba ligeramente hacia ambos lados para evacuar la lluvia. A veinte metros a izquierda y derecha, excavaban zanjas para delimitar el tránsito y para impedir que los animales y la vegetación invadieran la calzada, como en las autopistas actuales. Y cada milla sembraban la ruta con columnas de piedra que indicaban la distancia hasta la siguiente ciudad principal y el nombre del emperador de la época.
—Hurgamos en las tripas de esta calzada y aprendimos un montón. Confirmamos algunos detalles que ya conocíamos, vimos las rodadas de los carros de la obra en las capas intermedias, los bordillos, los segundos bordillos más alejados, encontramos setecientas y pico tachuelas de las botas de los obreros, los clavos de alineación de los bordillos…
Y decidieron limpiar siete kilómetros para ciclistas y peatones, porque la mayor parte de la calzada sigue en perfectas condiciones de uso.
Viajamos por la vía romana
La Venta Nueva, en el término municipal de Calatañazor, es una de las estaciones habituales para los viajeros por la carretera nacional y la autovía: hostal, restaurante, gasolinera.
—La cocina está justo encima de la calzada —dice Moreno.
Aquí han preparado una de las áreas para visitantes. Se ve el terraplén romano perfectamente despejado, su superficie de gravilla y uno de los pabellones de interpretación con paneles que explican la vía (los otros dos están en el alto del Temeroso y junto a la autovía en el término de Blacos). Ya se pueden caminar o pedalear con bici de montaña esos siete kilómetros hacia el suroeste, entre páramos y sabinares, ya se puede sentir el crujido de la gravilla, cerrar un momento los ojos, imaginar el carro romano que nos adelanta con prisa en su camino a Uxama.
A Moreno le entusiasma ver una calzada romana en uso en el siglo XXI. Propone que la sigamos en la dirección opuesta, porque lo que de verdad le apasiona es rastrear su presencia en lugares donde quedó olvidada y tapada por la vegetación. Así que conduce su coche hacia el noreste por el páramo de Villaciervos.
—Esta calzada aguantaría sin problemas el tráfico a motor, los coches no son más pesados que los carros de carga de hace dos mil años. El problema es que los coches, los tractores o los todoterrenos se salgan de la plataforma, que suban y bajen atravesando el terraplén, eso sí que lo va erosionando. Por eso lo abrimos solo para ciclistas y peatones.
Moreno me pide que mire alrededor: vamos sobre un terraplén elevado un metro sobre el terreno. Este talud fue un trapecio perfecto durante cientos de kilómetros, ahora aparece deteriorado en algunos tramos por los tractores.
—Fíjate, vamos siempre elevados y siempre por la línea de vertientes de aguas, así no tenían que construir pasos transversales para evacuar la lluvia. Es una ingeniería avanzadísima, yo me quedo estupefacto cuando la veo. Y vamos rectos como un tiro.
Pero enseguida el camino culebrea, giramos, bajamos un metro. ¿Qué pasa aquí?
—Que mandan las sabinas. Crecieron por todas partes, también encima de la calzada, así que los vecinos iban trazando una pista con rodeos para evitarlas. Pero tú fíjate: el terraplén sigue recto entre los árboles, ¿lo ves? Nos hemos tenido que desviar nosotros, pero enseguida subimos otra vez a la calzada.
En los siete kilómetros ahora reabiertos, talaron seis mil sabinas. Es un árbol protegido, porque en Europa escasea aunque en Soria abunda, pero convencieron a las autoridades de que la calzada romana era un bien patrimonial que justificaba la tala. Fresaron los tocones, desbrozaron el terreno, lo rastrillaron, quitaron la tierra a mano para no llevarse la zahorra de la obra romana…
—Hemos hecho un trabajazo, ¿eh? Dejamos la calzada casi como nueva, como la habían hecho los romanos.
Moreno detiene el coche, se baja y señala unas superficies ahuecadas en el terreno, como unas ollas excavadas a ambos lados de la vía.
—Al principio pasé treinta veces por aquí y no me daba cuenta de su presencia.
En Zamora, en una zona llana y despejada, distinguió muchos de estos huecos acompañando a la vía romana y ató cabos:
—Son pequeñas canteras que iban abriendo sobre la marcha. De aquí sacaban los áridos para construir la calzada. Desde la avioneta se aprecian bien, van apareciendo a izquierda y derecha de la vía, y cuando llueve forman una hilera de charcos. Si despejásemos el terreno de vegetación otros veinte metros a cada lado de la calzada, aparecerían más canteras, la estructura completa… Sería espectacular.
Lo más importante de las calzadas, lo que las hacía tan eficaces, es lo menos llamativo: la modesta zahorra.
—Las gravillas las tenían que traer desde lejos, era un esfuerzo tremendo. Y qué pasó muchas veces: que los arqueólogos se encontraban con la gravilla y la tiraban, porque tenían esa idea de la calzada romana con losas, de que la calzada son las piedras gordas de debajo. Error. La capa de rodadura de gravilla es lo mejor, lo más difícil de conseguir y lo más delicado de la obra.
Moreno insiste en las dimensiones de esta maravilla:
—La gente ve una pirámide o una catedral y dice “aaah, qué alta, qué grande, qué pasada…”. Pero esto es mucho más admirable, es una pirámide pero extendida por el suelo durante cientos de kilómetros. Supone un esfuerzo constructivo mucho mayor y encima es mucho más útil.
Los romanos no construían estas calzadas para ir a conquistar territorios. No eran vías militares. Las construían en territorios ya dominados, para comunicar las ciudades, facilitar el transporte y fomentar el comercio. Y tejieron la red por la que se expandieron el idioma, las artes, las técnicas y las ideas del imperio.
—Llega Augusto, conquista Hispania, funda capitales de convento jurídico como Cesaraugusta, Clunia, Astúrica Augusta… y manda hacer esta carretera para comunicarlas. Te la construían en cuatro o cinco años, ¿eh?, a toda leche, con empresas y contratos civiles. Nada de legionarios ni esclavos. Hemos encontrado un bocado de caballo, un freno de boca, de estilo celtíbero, señal de que contrataban equipos indígenas. Los romanos venían y lo contrataban todo aquí, obreros, carros, caballos, mulas, intendencia. Invertían un montón de pasta y construían las mejores infraestructuras a toda velocidad. A los nativos les vino Dios a ver.
Los romanos se pasaron cuatrocientos años construyendo carreteras. Las diseñaron tan bien que, tras la caída del imperio, sin nadie que las mantuviera, siguieron dando servicio durante muchos siglos. Nadie construyó carreteras tan eficaces hasta el siglo XIX. Volvemos a la Venta Nueva circulando sobre este talud de apariencia modesta, un camino elegante, cómodo y rectilíneo, utilizado durante diecinueve siglos, abandonado, olvidado y maltratado en el último siglo y medio, ahora desenterrado en perfectas condiciones para la circulación. A Moreno le conmueve.
—Cuando aprendes a verlo y lo entiendes, esto es impresionante.
Más información
- Trazado de la vía romana empezando en la Venta Nueva
- Recorridos circulares desde Blacos, Calatañazor y Rioseco, recorriendo la calzada romana:
Ander Izagirre
Un artículo excelente. Me ha encantado. Gracias
Se han tenido que cortar,seis mil sabinas,por Dios…
Muy buen artículo. Ojalá hubiera más proyectos de investigación y conservación como este.
Me habeis metido la historia en casa.No dejo de estar gratamente sorprendido.Gracias por vuestro esfuerzo y continuidad.
Me ha parecido impresionante a la vez que muy interesante. Estoy de acuerdo con que se deberían de conservar y aprender más sobre todas estas estructuras de la época romana.