De nubes, aguas y dulzores: buscando la miel de Liébana
Escrito por
19.07.2021
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Para Liébana que nos fuimos, querido lector. Nos queda (relativamente) cerca de casa, y además es siempre una delicia visitar la comarca, no se crean. Especialmente esta vez, que íbamos a ver cómo se recolecta la miel de forma tradicional. Abejas, cera y olor a bosque. Imposible negarse. Solo que, de natural inquietos, vimos más cosas, porque una vez que estás allí todo te llama la atención, ¿no? Pisas, Picos y forneras.
Acompáñennos.
Camino al dulce
A Liébana vas, porque tú por Liébana no pasas. Eso es lo primero a tener claro. Es un valle que en realidad son cuatro valles pero en cada uno de esos valles hay muchos otros valles. Ya ven, un lío. Rodeado por montañas. Los Picos de Europa, que son cosa seria, y parecen la empalizada más gris y más pálida que uno haya visto. Menuda finca más grande.
Así que si quieres llegarte a Liébana… pues o puertos de montaña tortuosos (pero tortuosos de verdad) o caminatas extenuantes cruzando pasos que lo fueron de contrabandistas o…. el Desfiladero. Más esófago que garganta, de tan estrecho, dijo de La Hermida Benito Pérez Galdós, que tenía cara de billete verde, lengua con adjetivo exacto y veranos bastante golfos allá por Santander. Ustedes me entienden.
El Desfiladero de La Hermida es una de esas cosas que deben vivir obligatoriamente. Por la experiencia. Hombre, no es lo de hace años, con caravanas kilométricas, carreteras recién salida del Marne y morrillos caídos aquí o allá, pero sigue teniendo su punto, para qué engañarnos. Paredes hasta casi donde llega la vista. Verticales, de color marrón, y blanco, y gris. Cabras trepando a sitios imposibles, árboles que se aferran aquí y allá. Robles tocios, que aquí llaman rebollos o cagigas dependiendo del tamaño, hayas, encinas. Allá arriba, justo donde lo pindio torna otra vez llano, enormes torretas de alta tensión parecen gigantes que tuviesen títeres con cables que chispean y zumban.
Antes, en la antigüedad, el camino no iba por aquí, tan cercuca del Deva, porque antes, en la antigüedad, se huía de bárcenas para eso de desplazarse, por miedo a inundaciones y celadas banderizas. Antes, decíamos, tú llegabas cresteando, por Linares o Piñeres, y ya salías al final del desfiladero, esa iglesia prerrománica de Santa María de Lebeña que constituye joya para no perderse, sincretismo absoluto que lo mismo sirve para alabar al sol que para bautizar hijucos o darte la bienvenida a la Liébana.
Ah, eso… que bienvenidos a Liébana. Vengan del camino que vengan.
De los cielos a las aguas
Aniezo huele a madera quemándose, a tardes de otoño alrededor del llar. Silencio, pero silencio de pueblo, de esos que solo duran hasta que adaptas tu oído urbanita, y luego descubres que no, que hay todo un respirando. El rumor del arroyo (luego veremos que hay dos, apenas riachuelos saltarines, que se unen frente a nosotros), ladridos de perrucos, miruellos volando que pían, agudos nerviosos en mitad de la montaña.
Aniezo es otro de esos sitios donde tienes que ir expresamente. Coges una carretera, luego te desvías a otra más pequeña, luego otra más chica aún, y por último una cuarta, que se termina en el mismo pueblo. Todo perfectamente indicado, todo con asfalto como alfombras. Aquí no tenemos excusas. Aniezo parece girar alrededor del agua, o del agua como energía de trabajo. Leemos en una placa que el pueblo tuvo, allá por el siglo XIX, ocho molinos y hasta dos pisas. Una pisa, o batán, es ingenio hecho con madera de roble, y sirve para golpear y desengrasar telas. Así logras paños tupidos y resistentes, mejores al tacto y de mayor calidad. Vamos, algo que podrías vender en cualquier tienda de alto standing, para entendernos. Allí, en Aniezo, quedan aún los restos de una, así que nos vamos a verla, porque es cosa peculiar, ¿no?
Para llegar hasta la pisa hay que andar unos cientos de metros (pocos, no se me asusten), y pasar por un puente enlosado coquetamente, como si fuese vía romana. Alrededor surgen casas aquí y allá. Las clásicas lebaniegas, con su piedra de color marrón, sus vanos cubiertos de madera oscura. El riachuelo es pequeño y revoltoso, hay zapateros que bailan valses y ditiscos batiendo récords de diez metros estilo libre, también tritones (que no vi) y pequeñas cascadas espumeando en blanco. A su vera, dos o tres bebederos para el ganado, forrados en algas musgosas que parecen pulpos vegetarianos y zamperros pegados a las paredes, aburriéndose hasta que, cualquier día de estos, les salgan patas y puedan croar libremente. Ah, nada más pasar el puente un perrito (un perrito pequeño, sin raza, simpatiquísimo) se puso justo en la dovela central para ladrarnos sin ganas, casi por costumbre. Yo le miré, él me miró, ambos convinimos que nos caíamos bien. Pero siguió ladrando, porque es lo que debe hacer…
La pisa impresiona. Hay una portilla con represa, hay un camarao, luego una rueda dentada y todo el ingenio cubierto de verde mullido y helechos, con partes de hierro que tiene color marrón herrumbre. Alrededor cuento hasta doce margaritas. Pequeñas, de color blanco y morado. Esto funcionando debió ser cosa digna de verse, la verdad. Ah, si ustedes tienen mucha curiosidad justo al lado de la pisa hay una casona con cartel de “Se vende”…
Caminamos después por Aniezo, que es uno de esos pueblos pequeñitos donde el tiempo parece caminar moroso, como si fuese un gato desperezándose. Hay árboles con musgo que va desde el amarillo hasta el verde más intenso, zarcillos que le salen a las ramas como guedejas de rizos a niñas traviesas. Hay madera cortada junto a las puertas, hay cuatro bombonas de color naranja-butano esperando al lado del pajar. Cada casa tiene su fornera, una bóveda que asoma más allá de los muros y que sirve para cocer pan y mantener (algo) caliente el interior. Como antaño los espacios eran pequeñucos pues se intentaba ganar algo sacando este “electrodoméstico” más allá del plano.
Mirando los árboles en flor (cerezos y ciruelos de tonos blancos, piescales con rosa intenso) nos encontramos con Rafa y Marisa, que dan un paseo, y salta la conversación de forma casi natural. ¿Vivís aquí?, vivimos aquí. Es bonito esto, es bonito, sí. Y, en invierno, ¿cuántos sois? Rafa cuenta en silencio, traza nombres mudos con los labios. Pues unas seis personas, más o menos. ¿Y perros?, pregunto, porque yo siempre hago preguntas raras. Ellos sonríen. Perros cuatro. Proporción adecuada, pienso. Si queréis os acompañamos a ver la fragua y todo esto, dicen, y vamos con ellos. La fragua está en ruinas, y tiene cantos enormes de superficies alisadas, tan grandes que uno casi podría tumbarse en ellos. Queremos recuperarla, dice Marisa, es una pena que esto se pierda. Aquí es que el agua era todo, incluso allá abajo hubo una pequeña central eléctrica. En muchos pueblos la había, por la zona. Fábrica de luz, le decían, y sonríe. Al lado de donde señala hay una iglesia. Pequeñuca. Románico lebaniego, que es un románico (generalmente) pobre, con piedras apenas talladas de vetas grises y negras, portadas tímidas y espadañas de hablar, porque antes, en estas tierras, las campanas eran el whatsapp con el que te contaban noticias y chismorreos.
Del agua al cielo. O algo así. Irse a Liébana y no subir hasta las cimas de Fuente Dé es perder oportunidades. De paisajes, de sensaciones. Además, que la cosa resulta cómoda, porque hay un teleférico que te asciende un montón de metros sin esfuerzo (a no ser que tenga usted vértigo, entonces sudará bastante). Lleva así desde 1966, que ya es tiempo, y asombra ver cómo pudieron levantar tal tinglado en un sitio que, por la época, debía tener incluso problemas con los suministros eléctricos. Pero ahora funciona, vaya si funciona, y es experiencia para contarse.
Subir a un teleférico siempre tiene ese punto de emoción, aunque lo hayas hecho docenas de veces. Cosquillitas en el estómago. Allá arriba hay nubes, muchas, y confías en que la cabina acabe por superarlas y llegues a verlas bajo tus pies (ocurre, suerte, mar de algodón y quietud). Con nosotros, un par de chicos que van vestidos de montaña y llevan esquís a su espalda. Se llaman Fernando y Pablo. Charlamos con ello. Que viene bastante gente así, a hacer deporte, cada vez más. Que ellos llegan hasta algún pico cercano y vuelven esquiando. Que la excursión la terminan en el día, pero a veces, en verano, hacen noche en refugio. Que hoy toca San Carlos. Que nos fijemos en los turistas, alguno habrá con zapatillas de deporte. Y ríen. Miro mis botas, tan cucas, tan de presentación literaria. Yo no me río.
La estampa es irreal. Inmensa. Hay lenguas de nieve que caen desde las cimas arrastrando montones de tierra marrón. Hay picachos con paredes rojas y naranjas (la zona fue minera en tiempos, y su interior descarnado sonríe hasta en el paisaje), hay buitres leonados tan cerca que puedes ver la bufanda de plumas. Aquí en Liébana, por cierto, se les llama utres.
Arriba hay nieve dura que trisca bajo tus pies, haciendo ese ruido que ustedes están escuchando en este preciso instante. Ese, sí. Caminas unos metros y empiezas a hundirte. Primero los tobillos, luego las rodillas. Tres pasos más y mi pierna desaparece hasta casi la ingle. Entre risas, porque los niños chicos siempre nos reímos en esta situación (y el eco te devuelve la carcajada mil veces, entre silencio y graznido de corvatos). El mundo es raro aquí, porque entraste en una nube de gris y negro y saliste en otro sitio, lleno de piedras, y con mil tonos de blanco (solo en las montañas te das cuenta de que existen mil tonos de blanco), y agujas que parecen verticales, y niebla que trepa lentamente por las laderas, como si fuese zombi en una peli de terror. Avanzas otro poco y ves huellas en el suelo. De rebecos. Las pisadas de rebeco son como si la nieve abriese y cerrase comillas, así que esperas que la realidad se ponga un poco “no demasiado literal”. Ayudan los huesos blancos, lirondos, consumido hasta el último tendón, que aparecen aquí y allá. También los mamíferos que se ven a lo lejos, cullando de pardo la nieve y saltando con gracilidad.
Es fácil sentirse feliz así. Pena del frío, que nos invita a no quedarnos mucho rato mirando…
En Liébana hay osos
“Hombre, en coche se sube, sí”, dice, y luego mira nuestro turismo, “pero igual con ese mejor no, ¿eh?”. Yo pregunto. Están muy lejos, las colmenas. Él reflexiona. Nah, aquí al lado, pero mejor tiramos en el todoterreno, que llega más fácil.
Resulta que “aquí al lado” son unos cinco kilómetros de pista forestal, con sus revueltas, sus pendientes imposibles, sus baches donde uno podría criar salmones si quisiera llenarlos de agua. Fermín conduce confiado, porque pasa por aquí cientos de veces cada año. Nos va contando cosas. Mira ese pico, mira aquel hayedo, por allí hay un paseo precioso. Y dos curvas enlazadas, el coche bramando, nuestro valle que queda muy abajo, chiquituco.
Fermín tiene la nariz grande, los ojos azules y ese rostro rubicundo de quienes viven en tierra sin demasiado sol. El pelo, muy moreno, le asoma por debajo de una gorra de felpa, colores negro y blanco. Sonríe, sonríe mucho, y habla como midiendo las palabras, diciendo siempre lo justo, regalándote la respuesta exacta. Si tuviésemos que sacar un genotipo lebaniego, un “Míster Liébana” en físico y carácter, Fermín podría ser candidato.
Fermín lleva ocho años viviendo en Liébana. O, mejor, hace ocho años que volvió a esta tierra. “Es que me fui, pero prefiero esto”. Ahora se dedica al campo. Viñedos y colmenas. Agricultura y ganado, como dice él. Trabajo grande, ya ven, uno de no descansar. “Ahora mismo vengo de comprar producto contra la varroa”. La varroa es un bicho pequeñito que parasita a las abejas como una garrapata lo haría con vacas o perros. Vamos, que te puede joder la producción de todo un año. Bichos delicadetes, estos.
Llegamos al sitio donde Fermín tiene sus colmenas. Al menos ahora, porque las va moviendo al hilo del calendario, como si fuesen reses que se suben y bajan de puertos. Siempre con orientación sur, siempre cerrando los panales cada noche, por si los depredadores de seis, cuatro y dos patas, ustedes me entienden. “Que mire la entrada a mediodía, sí, pero tampoco con mucho calor, porque las moscas sufren mucho. Aquí es que les llamamos moscas, a las abejas. Pues eso, que sufren. De hecho en pleno verano puedes ver cómo algunas de ellas se ponen en la piquera y zumban las alas con fuerza hacia el interior, para ventilarlo y que la temperatura no suba tanto”. La piquera es una entrada chiquituca y con un pequeño apoyo que se hace para que las abejas lo tengan todo más fácil cuando llegan cargadas de polen. O cuando vienen mal dadas en los meteorológico, vemos.
El espacio es casi llano (pero no del todo), un claro en mitad de los pinares, cubierto ahora con el polen de esos árboles. Anaranjado, un polvo espeso y oloroso que te recubre las botas y provoca estornudos si lo acercas a la nariz. Hay unas treinta colmenas, cajones casi cuadrados de madera que miran orgullosos hasta ese llano por donde rumorea el río. Alrededor… zumbar constante, casi melódico. Que cambia. Aquí y allá es más intenso, lo escuchas alejándose, llegando. ¿Para dónde van, estas abejas? Por cualquier lado, aprovechan todas las floraciones. Los pétalos amarillentos del pino, los blancos y violetas de la zarza, flores de bosque autóctono como el roble, o la encina, o el castaño, contesta Fermín. Por eso sale tan buena la miel, porque en cada momento las moscas acuden a los estambres que están en su adecuado punto de maduración. Y aquí, en el monte, unos colores se suceden a otros, concluye, mientras suena de fondo el carpintero y hasta un cuco algo despistado. Oye, y cada colmena… ¿cuántos animales encierra? Me mira con ojos extraños, pequeña mueca en la cara. Cómo son estos de ciudad, qué cosas más raras preguntan los escritores. “Pues no sé decirte, unos dos mil bichos o así. Siempre con su reina, claro. La reina expulsa unas feromonas que sirven para identificar a cada abeja como propia de esa colmena. Si alguna se despista y entra por la piqueta que no es… malo. La matan al instante”. Tienen leyes duras, los antófilos, oigan.
Hay más cosas. En ese pequeño espacio de trabajo digo. Hay una caseta de obra, y una centrifugadora. Con esta se logran separar miel y cera, rotando la mezcla muy rápido. Lo que va a las paredes… dulce. Lo otro… “La cera la cambio”, dice, “la idea es canjear esta vieja por otra que venga ya trabajada para la colmena, con sus relieves y su forma. Quitarles trabajo a las moscas, cuanto más mejor. Bueno, a veces también vendo. Para cosmética, sobre todo. Cera natural, muy demandada”. Entramos al pequeño espacio, y Fermín nos advierte. “Cuidado, que da calambre”. Un pastor, situado a treinta centímetros o así del suelo. ¿Y esto? “Oh, es para el oso”, responde con tranquilidad. “Viene mucho aquí, le encanta la miel, como en las películas. Hace un tiempo lo vi ahí abajo, comiendo cerezas”, y señala unos cerezos cubiertos con algodones blancos en forma de flor. Son bonitos, pero (ahora) me parecen muy cercanos. “Yo me cagué de miedo, la verdad”, sigue Fermín, “porque es cosa seria, el oso. Allá en el valle, por Tama, donde vivo, baja a veces. No tiene miedo. Si encuentras el rastro del oso verás que camina por mitad de la senda, sin importarle nada, como si fuera el dueño de la finca. En cambio las pisadas de lobos siempre están por las cunetas, por las bardas, y a veces hasta se pierden unos metros, que no sabes ni por dónde pudieron pasar”. Lobos y osos. Genial. Sigo preguntando, igual si escuchan voces se asustan. Y el pastor… ¿sirve para ahuyentarlo? Al oso, digo. Él sonríe. “Sí, sí. Ten en cuenta que el oso apoya toda la planta de sus patas en el suelo, no tiene pezuña, así que la electricidad le agarra mucho más que a una vaca o un caballo. Lo espanta que da gusto”. El invento está alimentado con energía solar, porque la idea es preservar lo más posible el medio.
Fermín empieza a trastear. Mira con atención, sigue movimientos que a nosotros se nos escapan. En el fondo, las abejas danzan para él. No… danzan con él. A veces dan picotazos, dice, cuando están vigilantes, pero con un poco de cuidado… Y deja los puntos suspensivos. Luego sigue. “Hay que procurarles sol en invierno y frescura en verano. Luego ellas te recompensan con la producción. Tú das, ellas devuelven”. Protege a su ganado, también, de los enemigos. Las velutinas, sobre todo. El mal, el bichejo invasor que nos está jodiendo el asunto. Avispa asiática, igual les suena más así. Enorme, negra, cara de mala hostia, picaduras que te dejan llorando por el dolor. “Mira, mira”, dice, y saca un traje de apicultor. Lo toco, parece la escafandra de Neil Armstrong. Astronautas en mitad de Liébana. “¿Ves lo grueso que es? Pues la velutina lo traspasa con su aguijón. Aunque lo lleves puesto… zas, te cazan. También con los guantes. Son malísimas. Mira los agujeros, mira”. Miro. Parecen pequeñas quemaduras, de esas que te hacían cuando joven con cigarrillos y luego buscabas excusas malas para tu madre. Y ¿cómo puedes acabar con ellas? Es muy difícil. Muy difícil. Hay que ir nido por nido, y apenas tenemos ayudas. Aunque fuese para comprar el líquido que destruye a los bichos pero… nada. Se queda callado. Luego sigue hablando. “¿Sabes? A veces ayudo a recoger enjambres de abejas. Sí, sí, en casas. Son relativamente frecuentes, enjambran en agujeros de las cornisas. Para saber bien dónde están tengo una cámara térmica… lo busco, localizo el lugar exactamente, sello todas las posibles vías de escape que tienen las moscas… y corto para que la pelota de panal e insectos caiga en el saco”, concluye, sonriendo. Yo lo miro alucinado. Hay muchos mundos dentro del nuestro.
Otra vez al coche y empezamos a bajar. Un bosque enorme, árboles de tronco y liquen, cortezas que acaricias y tienen tacto de noches frías, de cárama en ramaje y uncera en las cunetas. Hay muchos madroños (“aquí lo llamamos el borrachín, porque los frutos te dejan de aquella manera”), y hasta un castaño enorme al que dicen Narezona, porque en Liébana algunos árboles tienen nombres, como si fueran montes, o novelas. El Narezona, cuentan, necesita de 14 hombres adultos para rodearlo. Uno, dos, tres… hasta dieciséis enormes ramas nacen de su tronco… solo que no son ramas, sino árboles hechos y derechos. Unos mil años tiene, me cuentan, y a mí me entra un pocuco de vértigo, porque lo que hay frente a mí ya daba castañas cada mes de septiembre en época de Bermudo II (a quien ustedes igual no conocen, pero debió de ser tipo con tendencia al estoicismo, porque le llamaron “el gotoso”). Abruma, la verdad. La inmensidad de los Picos, incluso del propio Desfiladero, es una cosa, pero esto… Me quedo un rato mirando fijamente aquel árbol. La de osos que habrán afilado sus garras allí. ¿Osos? Mirada aquí y allá, vuelta al coche, no vaya a ser que…
“Un año hice cerveza con miel”, cuenta Fermín, “y me quedó bastante rica. Esta temporada saldrá buena, creo. Normalmente la miel de bosque tiene un toque amargo, porque las abejas cogen aquí y allá, pero la de ahora llega bastante dulce. A mí es que me encanta, la verdad. Toda. Igual hasta más la que tiene un puntito de menos dulzor”. Y a quién vendes tú más miel. “Pues mira, ahora mismo coloco muchísimo producto en gimnasios. Hubo una época en que se cambió el azúcar por la miel, porque dicen que es más sano, y ahí seguimos”. Arriesgo. La pregunta. Incómoda, supongo, pero debo saber. Oye, Fermín, y cuando ves esas mieles en los supermercados, las que llegan en botecitos de plástico… qué piensas. Él sonríe, con esa sonrisa grandota que tiene. “Que no son miel, lo primero. Y que no deberían venderse como tales”.
“Miel, miel es lo que sale de ahí arriba”, dice, y señala las colmenas que ya se han perdido más allá de nuestros ojos…
Esas abejas zumbonas
En Liébana hay más pueblos que paisanos. Al menos en una primera ojeada. A mí me pasa siempre que viajo, parecen los sitios llenos solo de recuerdos. Es la paradoja del paseante… muchas veces no entiende que la vida sigue, y mientras él visita otros trabajan, ríen, viven. Vamos, que no están ahí para nosotros.
Pero los barrios sí. Peculiares. Pintorescos, que es como te describen en las oficinas de turismo los sitios cucos (seguramente “cuco” queda demasiado… en fin, demasiado “cuco”). Casas hechas a partes iguales de piedra y adobe, varas de avellano cruzadas para cubrir la parte delantera del pajar, pacas que asoman por ahí encima, toneles abandonados (o convertidos en macetas orgullosas) casi enfrente de la puerta. Y hasta torres. La más conocida, la mejor conservada, es la que hay en Mogrovejo (sitio para no perderse, o para perderse a posta), pero hay más. Aquí las torres defendían a unas familias de otras, a un valle de ese valle que hay justo al lado. Edad Media. Tiempos convulsos.
Los nuestros son mucho más dulces, porque perseguimos miel. Ya ven, un trabajo maravilloso. Ahora nos llegamos hasta El Colmenar de las Doñas, que está en Enterrías, casi al lado de la carretera que sube a San Glorio. Que si a ustedes les gusta esto de la bicicleta no se me vayan a perder San Glorio, ¿eh?, no se me vayan a perder San Glorio…
“En Liébana siempre tuvimos una tradición muy fuerte en esto de la apicultura”, nos cuenta Paco. “No es lo único, claro. Están también los quesos, que tenemos hasta doce queserías en todo el Valle. O el orujo, claro, y el vino. Pero miel y cera han sido productos importantes desde antiguo. Piensa que en España solo existen cinco denominaciones de origen oficiales en miel, y una es la de Liébana”. Paco habla en voz bajita, muy tranquilo, y va desgranando a partes iguales información y anécdotas. “En ganadería tenemos sobre todo vacuno. Un noventa por ciento de todas las reses, más o menos. Hubo una raza lebaniega, incluso, pero está extinta. Ahora hay ratinas, pardas, cherolesas, limusinas, también asturianas, casinas”. Hablamos en una antigua cocina, la que hay en esa casa que Paco y sus socios recuperaron y convirtieron en museo etnográfico. De los de verdad, con objetos, muebles y arquitecturas que ya estaban ahí antes. Los nombres de las vacucas quedan flotando en el aire, mientras cierto gato negro se sube encima del escritor y un perrito de apenas meses, torbellino de patas y pelo, ladra al otro lado de la puerta.
“Ahí tenemos las colmenas”, dice, señalando un punto cercano entre árboles. “Unas ciento cincuenta habrá. No pueden estar a menos de 400 metros de vivienda habitada, porque al final esto tiene algo de peligro. Al menos es lo que te dicen ahora. Antes era lo contrario. Aquí hay un dicho… las colmenas tienen que estar donde se escuche el hervor. Es decir, muy cerquita, que las puedas sentir. Por eso se hacían algunas rectangulares, para empotrarlas en los muros de las casas”. Estamos junto a un ciruelo completamente cubierto de flores, y cuando quedamos callados podemos oír el zumbar entre ramas y hojas. Las abejas, currantas matutinas, hocican en pistilos y estambres, llenándose las patas con polvito de colores. Motitas negras sobre pétalos blancos. El sonido es constante, relaja. Una delicia.
Nos enseña las colmenas tradicionales en Liébana. Dujos, les dicen. Son troncos ahuecados, de cagiga o alcornoque, con un par de piquetas abiertas en la parte frontal. Se colocan verticales al suelo, con una losa encima y otra debajo, para aislar a las abejas del frío. Tiene varias antiguas en el galbareto, el sitio donde se golpeaban los majones para luego trillar. Todo sabe distinto, las palabras retinglan en los labios.
“Aquí tenemos miel de todo tipo. La mayoría de brezo, lo que significa que más del cuarenta por ciento viene de ese árbol”. Y… ¿cómo sabes cuál es cuál? Él sonríe. “Hombre, al ojo lo acabas viendo, porque te acostumbras a unas y otras. También tenemos mieles de endrinas, o de tilo, de jara, madreselva, bardas o té del puerto, miel de cardo, y de rosal silvestre, o de mentas, o de orquideas. O miel de lo que decimos aborio, que es el madroño, y tiene un toque a pomelo. Por haber hay hasta miel de bosque, que tiene un color particular y una época propia. Esta tiene un punto amargo, nada que ver con eso que nos venden los supermercados y es tan dulzón”. Recuerdo lo que me dijo Fermín. Ambos respetan su producto, saben que no es justo competir contra quien dice ofrecer lo mismo que tú pero luego oferta otra cosa. Eso influye también en el precio. La calidad se paga, y está bien que sea así. Paco pone un ejemplo. “La miel más cotizada del mundo es la de manuca, el árbol del té. Sale a unos 250 euros el kilo. En un segundo escalón tenemos la miel del brezo blanco, ese que llaman calluna”.
Preguntamos por los procesos de recolección y demás. Es a partir del solsticio de verano cuando se empieza a producir la miel. En ese momento están todas las abejas en la colmena y se dedican a generar dulzores. En otoño hay otras mieles distintas. Algunas, como la de hiedra, se recogen pero no suelen venderse, porque su salida comercial es baja. En este sentido también somos seres de costumbres, y cuesta cambiar.
Pequeña cata, que es lo suyo. Un toque distinto, propio. Producto de esos que te hace la boca agua solo con recordarlo. Paco sonríe, el cachorro mordisquea mis tobillos. Al fondo, silencio.
Nos salió dulcísima la Liébana.
Marcos Pereda
Hola. Este artículo no puede estar peor documentado. ¿MIEL DE ORQUÍDEA? ¿DE TE DEL PUERTO? Pero qué tipo de sandeces son esas???? Es imposible cosechar miel de te de puerto y lo de la orquídea suena directamente a broma. Señor redactor, por favor, no se crea las cosas que le cuentan, intenta informarse y no desinforme a sus lectores.