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Durante siglos, el trabajo de generaciones y generaciones de salineros modeló un paisaje extraordinario en el valle de Añana (Álava): una estructura de terrazas de evaporación, una red de compromisos entrelazados para obtener la sal que permitía la vida.
Desde el mirador, el valle de Añana parece una colmena: ciento veinte mil metros cuadrados de terrazas, canales, pozos y caminos, una inmensa obra construida sin un solo clavo, todo un encaje de piedra, madera y arcilla. Parece obra de insectos. También porque la arquitectura revela una trama social: durante siglos, las familias salineras dependieron unas de otras, se repartieron el caudal de agua salada con horarios minuciosos, la dejadez de uno perjudicaba a todos, el trabajo bien acompasado multiplicaba la producción. Este puzle de eras es el sedimento que dejaron generaciones de salineros.
—Los que organizaron esto tenían que ser bien listos, mucho más listos que nosotros —decía Eustaquio Martín a sus 80 años. Durante un tiempo estuvo convencido de que él era uno de los últimos salineros de Añana, porque el oficio ya se había extinguido y las terrazas se venían abajo, hasta que vio los primeros destellos de la recuperación de las salinas.
Esto lo organizaron hace mucho. Los arqueólogos explican que los habitantes de hace siete mil años ya aprovechaban la muera, el agua salada que brota de los manantiales, la recogían en ollas de cerámica y la ponían al fuego para evaporar el agua y quedarse con un mazacote de sal. Les venía de maravilla para conservar los alimentos. Las primeras eras como las que vemos hoy en día, las primeras terrazas aplanadas para verter la muera y evaporarla al sol, datan de hace dos mil años, de cuando los romanos se instalaron en la zona.
Eustaquio se asomaba a la barandilla, con una gorra y unas gafas oscuras para protegerse de los brillos del agua y la sal, y seguía admirando las salinas. Él se dedicó a la sal “desde mocete”. Trabajaba sobre todo de albañil y carpintero: en primavera, antes de empezar la nueva temporada, restauraba las estructuras dañadas durante el invierno.
—Mira esos muros, qué piedras tan bien trabajadas y qué lisas. Y los canales: los hacía yo mismo, tallados a mano con azuela y hacha. Tapábamos las juntas con greda, para que no se escapara el agua. Los entramados de madera no tienen clavos ni cimientos.
Las salinas de Añana sobrevivieron a los tiempos del abandono gracias a un prodigio natural: cada año que pasaba, las estructuras se hacían más resistentes. La madera de pino albar, rebozada poco a poco por las sales, se iba haciendo más dura.
Todo creció alrededor de unos chorros de agua. Del manantial de Santa Engracia —hay otras fuentes menores— brota un caudal constante de dos litros por segundo, con una concentración de sal extraordinaria: 210 gramos por litro (la del mar oscila entre los 33 y los 29). Esto se debe a que las aguas subterráneas atraviesan el diapiro de Añana, un gigantesco bloque de sal que abarca diez kilómetros cuadrados, sedimento de un antiquísimo océano. Desde el manantial, el agua salada se distribuye por todo el valle a través de cuatro kilómetros de canales, troncos de pino ahuecados, que a veces vuelan sobre altos entramados de madera para salvar hondonadas y desniveles. El agua se deposita en pozos y de ahí los salineros la vierten a las eras, plataformas de evaporación de unos veinte metros cuadrados, sostenidas sobre postes.
—Y entonces trabaja el sol, el mejor obrero del valle —decía Eustaquio.
Cuando se evapora el agua, toca rastrillar y amontonar la sal. Antaño los suelos eran de arcilla, la sal se mezclaba y quedaba terrosa. En el siglo XIX llegó el cascajo, una capa alisada de cantos rodados, que no manchaba y permitía obtener sal blanca. Y en el XX se extendió el uso del cemento. Eustaquio soñaba con otra mejora improbable:
—Si me hubiera tocado la lotería, habría construido eras de cristal. Sería mucho más limpio, daría menos trabajo porque la sal no se rechinaría [no se agarraría al suelo] y encima produciría más.
No le tocó la lotería pero al jubilarse cumplió su sueño a pequeña escala. Lo confesaba con una media sonrisa:
—En la huerta tengo una era pequeñita de cristal. No llega al metro cuadrado, pero hago sal para mi casa y para los amigos. Sale perfecta.
El Libro Maestro
Un documento del año 822 menciona la explotación salinera en Añana. Por aquí pasaron los árabes, el rey navarro Alfonso I ordenó poblar la zona y el rey castellano Alfonso VIII otorgó a Añana el primer fuero de una población vasca, en 1140. En los siglos posteriores, la corona de Castilla y la Iglesia se repartieron los derechos de explotación de la sal, ese oro blanco que permitía conservar la carne y el pescado, curtir el cuero, sazonar la comida y alimentar al ganado. Podemos situar al menos en la Edad Media el origen del paisaje actual del Valle Salado: una estructura de terrazas que fue extendiéndose por las laderas y una peculiar organización para explotarlas.
Las aguas manaban cargadas de una riqueza que se obtenía por evaporación. Todos los habitantes querían asegurarse la mayor cantidad posible de esas aguas saladas y por eso, con el paso de los siglos, elaboraron un complejo sistema de normas, calendarios y horarios sincronizados para repartirla. Lo plasmaron en el Libro Maestro.
Las 5.500 eras del valle trabajaban como un mecanismo de relojería. Cada granja (cada conjunto de eras de un mismo propietario) tenía derecho a recibir la muera durante unas horas, según los tratos establecidos en la noche de los tiempos. Después debía cerrar su paso y dejar que el agua corriera hasta la siguiente granja. Este sistema tejía una trama de relaciones entre los salineros: si el de arriba descuidaba sus canales y perdía agua por las rendijas, el de abajo salía perjudicado. También había cierta picaresca, como la de quienes abrían un agujerito en los canales para robar agua fuera de plazo. Existían diferencias notables entre los propietarios: algunas eras “no tenían horas” o “no tenían muera”, es decir, no tenían derecho a recibir agua. Solo podían hacerlo en invierno, cuando no se trabajaba en las salinas por falta de sol, y aprovechaban esos meses para acumular en sus pozos toda la muera posible. A partir del 2 de mayo se aplicaba el sistema de reparto por turnos, y las eras sin horas ya no podían acumular agua hasta el invierno siguiente.
En los buenos tiempos, cada era producía alrededor de una tonelada anual, unas cinco mil toneladas de sal en todo el valle. Eustaquio lo recordaba bien:
—No te puedes imaginar qué ambiente más alegre. Trabajábamos setenta, ochenta familias, hombres, mujeres y niños, el valle estaba lleno de vida. Las mujeres sacaban el agua de los pozos para verterla en las eras, pasaban los rodillos para ir recogiendo la sal cristalizada, reforzaban los canales con greda… Los niños ayudaban y además hacían de aguadores, traían una mezcla de agua, vinagre y azúcar, porque pasábamos un calor tremendo y mucha sed. Los hombres acarreaban la sal. Cada dos días se sacaban de la era unos cuarenta kilos de sal húmeda. La cargaban en dos cestas, una en cada mano, y la entraban al terrazo, la parte inferior de la era, donde se dejaba escurriendo. Luego, en invierno, había que llevarla en sacos a los almacenes del pueblo y cargarla en los camiones.
Al mirar las salinas, Eustaquio veía las ausencias. Desataba sus recuerdos y el valle volvía a poblarse en su imaginación durante unos minutos:
—Nos juntábamos cientos y trabajábamos todo el verano. La salina es muy dura, sí, pero lo hacíamos con mucho cariño, porque era algo nuestro, era la vida del pueblo. El valle se ponía precioso, todo a cuadros blancos y azuladicos, algunas eras con sal y otras con agua, y cientos de montonicos de sal por todas partes. Ahora lo veo abandonado y me da una pena aquí dentro… Viene la gente de fuera, me preguntan cómo era esto y yo no se lo puedo explicar. Les digo cuatro cosas pero pienso: “No sabéis lo que era esto, no lo podéis entender”.
Muerte y resurrección de las salinas
El bajón llegó en la década de 1970. La competencia de las grandes salinas costeras bajó los precios, algunas familias dejaron las eras y ese abandono obligó a que los demás redoblaran el trabajo: cada vez ganaban menos y cada vez tenían que dedicar más esfuerzo a cuidar las instalaciones. Muchos jóvenes buscaron otros empleos y emigraron a las ciudades. Después de muchos siglos, el Valle Salado estuvo a punto de desaparecer. Se plantearon proyectos para abrir canteras, explotar minas, incluso para convertir el valle en un cementerio de residuos nucleares. A muchos propietarios les parecía bien, porque iban a recibir dinero por unos terrenos que ya no valían nada.
En 1998 se creó la sociedad Gatzagak, a la que se fueron incorporando los propietarios de las granjas de sal. Aceptaron un plan de rehabilitación dirigido por la Diputación de Álava. En 2009, a cambio de un canon anual por sus derechos sobre la salmuera, donaron sus propiedades a la Fundación Valle Salado para que dirigiera los trabajos. Un equipo de arquitectos, arqueólogos, biólogos y economistas se pusieron manos a la obra para dar una nueva vida al valle, para restaurarlo, para mostrarlo a miles de visitantes y para reanudar la producción de una sal minuciosa y exquisita.
Desde 2017, el Valle Salado es el único paisaje europeo con el título de patrimonio agrícola mundial, otorgado por la Unesco. Los turistas recorren las salinas, conocen su historia, mojan los pies en la salmuera, lamen un poco de sal, la compran en formatos peculiares: la sal de manantial, la flor de sal (láminas crujientes que se forman en la primera cristalización), los chuzos de sal (las pequeñas estalactitas de sal pura que va depositando la muera cuando gotea por las rendijas de los canales: se ralla sobre los platos ya cocinados), incluso la sal líquida (agua con 280 gramos de sal por litro, para aliñar ensaladas o pulverizarla sobre carnes y pescados).
Hace unos años, Eustaquio Martín creía que el Valle Salado se perdería para siempre. Estaba convencido de que los propietarios preferirían desmantelar las instalaciones y vender los terrenos.
—No paraba de darle vueltas. Una noche estaba sin poder dormirme, pensando que las salinas iban a desaparecer. Y de repente me levanté con una idea: hacer una maqueta de una granja salinera, con todos los detalles, los canales, los pozos, las eras, los almacenes, para que mis nietos supieran cómo había sido todo esto.
Al final los salineros apostaron por resucitar el valle. No quisieron dejarlo como un fósil, como una gran maqueta de lo que fue antaño, como un mero escenario para el paseo de turistas. Ahora dos mil eras vuelven a producir sal.
—No sabes la alegría que me da aquí dentro —decía Eustaquio—, cuando veo el valle reviviendo otra vez.
Ander Izagirre