Un cómic de mil años en la Noguera Pallaresa
Escrito por
17.03.2021
|
14min. de lectura
Índice
Recorremos los templos románicos de este valle pirenaico, siguiendo de mural en mural a unos peculiares personajes pelirrojos que hace un milenio lucharon por dominar estos territorios y pastorear sus almas.
Entramos en el ábside y nos topamos con un grupo de hombres y mujeres vestidos con túnicas azules, doradas, rojizas, que sostienen bolas, llaves y lámparas, que estiran los brazos, abren las manos, extienden los dedos. Los hemos sorprendido en una reunión secreta, acaban de callarse y han detenido sus gestos en el aire.
Llevan así mil años.
—¿Quién dice que el románico es rígido, que los personajes no tienen expresión? —dice la guía, mientras va señalando las figuras pintadas en el muro—. Miren a este señor que hace una reverencia, miren los pliegues de su ropa. ¡Parece que los está moviendo la brisa ahora mismo! Esos pies que se salen del marco de la pintura, ese efecto de tres dimensiones, es típico del maestro de Pedret. ¿Y las caras de los apóstoles? Parecen caras de alguien de verdad. No son los rostros esquemáticos del románico, son retratos de un modelo real, de alguna persona del siglo XI, podría ser un autorretrato de los propios pintores, o los retratos de un monje, del panadero del pueblo, de cualquier persona. Con este de aquí yo he tenido hasta sueños. Lo miraba y lo miraba tantas veces que se me aparecía por las noches. Cuando vengo, le suelo preguntar: ¿pero tú quién eres?
Las guías del Ecomuseo de los Valles de Aneu (Lleida) son fantásticas. Tienen la sede en Esterri d’Àneu, en una casa del siglo XVIII que hace de museo etnográfico, y desde allí invitan a recorrer el valle para visitar monasterios, castillos y puentes, para descifrar los códigos medievales que nosotros ya no sabemos leer.
Estas pinturas murales de Sant Pere del Burgal, por ejemplo, transmiten unos mensajes asombrosos, una historia medieval fascinante, una saga de personajes poderosos que luchaban por dominar territorios y pastorear almas.
Batallas y bodas de hace mil años
Sin nadie que las cuente, las historias se van disolviendo poco a poco. Y las piedras que las sostienen también. En Escaló, cruzamos el puente sobre el río Noguera Pallaresa, que baja estrecho y rápido desde las montañas de Arán, y caminamos veinte minutos por un sendero hasta las ruinas de Sant Pere del Burgal.
Ahora es un paraje remoto, hace mil años fue un centro de poder. Alguien levantó aquí un imponente edificio de piedra: una iglesia con tres naves de 37 metros de largo, una cabecera al este y otra al oeste, y un ábside triple con las arquerías y las bandas del románico lombardo. Alrededor quedan las ruinas del monasterio -salas, dormitorios, establos-. Es evidente que esto no era la iglesia de un pueblecito: era la iglesia condal, la iglesia privada del jefazo del territorio. Parece probable que la mandara construir Sunyer I, conde del Pallars, en la segunda mitad del siglo XI. Luego montó un lío con su testamento, cuando dividió el condado en dos pedazos: el Pallars Sobirà (Pallars Alto) y el Pallars Jussà (Pallars Bajo).
A Artau I, conde del Pallars Sobirà, le dio por hacerse emprendedor y comenzó a guerrear contra su primo Ramón IV, conde del Pallars Jussà. Los enfrentamientos duraron años, costaron mucho en soldados, vituallas y armamentos, así que Arnau pensó que querer es poder, que hay que salir de la zona de confort, que debemos superar nuestros límites, y se le ocurrió invadir tierras de la Iglesia para conseguir más ingresos. El obispo de Urgel le lanzó varios avisos. Pero Artau siguió a lo suyo y un día se apropió del rico monasterio de Santa María de Aneu, con sus tierras y sus rentas. Y eso ya sí que no: el obispo lo excomulgó. Para terminar de empeorar las cosas, Artau se murió.
Se murió excomulgado, y eso suponía un problema para su viuda, la condesa Llúcia de la Marca, la asombrosa protagonista de las pinturas murales que descubrimos en el ábside de Sant Pere del Burgal.
Llúcia era una noble occitana mucho más diplomática, pacificadora y astuta que el bruto de Artau. En el cambio del siglo XI al XII, la Iglesia se estaba convirtiendo en un actor político cada vez más poderoso, y Llúcia entendió que le convenía llevarse bien con los del báculo y la mitra: devolvió al poderoso obispado de Urgel el templo, las tierras y las rentas de Santa María de Aneu que había usurpado su difunto marido, hizo donaciones generosas a los monasterios y tejió una red de intereses comunes.
La tejió con sus tres hijos probablemente pelirrojos:
Su hijo Artau II heredó el condado del Pallars Sobirà, ya en paz con los primos del Pallars Jussà.
Su hija Llúcia se casó con el conde de Urgel, y así se aliaron los dos condados.
Su hijo Ot se metió a cura y la jugada salió espectacular: llegó a arzobispo de Urgel, devolvió a la Iglesia las tierras arrebatadas por los condes del Pallars, consiguió que levantaran la excomunión a su difunto padre y que restituyeran su figura, mandó construir la catedral de la Seo de Urgel y al poco tiempo de morir lo proclamaron santo.
Resumiendo: Llúcia de la Marca recibió de su marido un condado follonero, arruinado y proscrito, pero en pocos años hizo las paces con los vecinos y estableció alianzas poderosas. Ahora la familia mandaba en el Pallars, en Urgel, incluso en Barcelona (porque Almodis de la Marca, hermana de Llúcia, una tremenda pelirroja occitana, se había casado con el conde barcelonés). Con el viento a favor, Llúcia de la Marca pagó a un maestro para que pintara ciertos mensajes propagandísticos en el ábside de Sant Pere del Burgal.
La saga de los pelirrojos
Por el estilo de las pinturas, que se repite en varias iglesias catalanas, los expertos atribuyen su autoría al maestro Pedret. No saben quién era este maestro, seguramente daba nombre a un taller de pintores lombardos que iban cumpliendo encargos aquí y allá en los enclaves más importantes del Pirineo catalán.
Como ocurrió con tantos murales románicos de estos valles, las pinturas originales las arrancaron a principios del siglo XX y ahora se conservan en el Museo Nacional de Arte de Cataluña, en Barcelona. Lo que vemos son copias.
Las pinturas del ábside del Burgal están incompletas, faltan grandes trozos, pero se ve que en principio cumplen con el programa habitual del románico: en el centro, el Cristo en Majestad, del que solo queda un enorme pie; a su lado, los arcángeles y los profetas, que interceden entre la tierra y el cielo, para que Dios perdone los pecados de los humanos…
—Aquí se está contando una historia de perdón —dice la guía—, ya lo veréis, y con intención política.
Siguen la Virgen, los apóstoles, los santos… y la figura muy destacada de una mujer que no es una santa -porque no tiene aura‒, que lleva un largo vestido azul adornado con pedrería y un cartel incompleto con las letras «…cia comtessa».
—Les presento a nuestra amiga, la condesa Llúcia de la Marca. Esto es una cosa tremenda: esta mujer es una laica, una política, y se atreve a poner su retrato en el lugar más sagrado de la iglesia. ¿Ven cómo lleva la mano izquierda abierta y extendida hacia adelante? Eso quiere decir que ella fue la donante, la que pagó estas pinturas.
Enfrente de Llúcia de la Marca hay un hueco en el que seguramente estaría la imagen del conde Artau, su difunto esposo.
—Es una hipótesis, pero ahora verán que tiene fundamento, por el resto de los personajes que hay alrededor. También esto es tremendo: ¡Artau, un hombre excomulgado, en el lugar más sagrado del templo! Eso significa que Llúcia ya había conseguido que la Iglesia restituyera la figura del conde y ella quería dejarlo claro. Estas pinturas cuentan la historia de un perdón: el perdón que ella ha conseguido para el difunto Artau, y el perdón que ha abierto un camino muy prometedor para sus hijos. ¿No ven a esos personajes un poco más allá? Un hombre, una mujer y un hueco en el que habría otra tercera persona. ¿Les llama algo la atención?
—Que son pelirrojos.
—¡Son pelirrojos, como su tía y quizá su madre! Son los tres hijos de Llúcia y Artau. El hombre está tonsurado, así que es un eclesiástico: Ot, el arzobispo, el santo. La mujer es Llúcia, la hija con el nombre de la madre, que pasó a ser condesa de Urgel por matrimonio. Y en el hueco estaría Artau II, que se convirtió en el siguiente conde del Pallars Sobirà. Llúcia de la Marca pagó estas pinturas murales tan extraordinarias para dejar un mensaje: “Que nadie lo olvide: mamá consiguió que perdonaran a papá y gracias a eso los hijos tienen tanto poder”.
Aquí manda Llúcia
El segundo episodio se puede leer quince kilómetros río arriba, en La Guingueta. El valle se abre en una llanura, alfombrada de campos de cereal, en la que se levanta una enorme nave de piedra. Es un edificio basto, de muros grises rematados con un techo a dos aguas, y con un ábside que al menos le da un poco de gracia. Es el monasterio de Santa María de Aneu, que hace mil años debía de llamar mucho la atención: semejante edificio en esta llanura del Pirineo, con los muros encalados de blanco reluciente y con las rendijas entre las piedras remarcadas con líneas rojas.
—Ahora vemos todas las iglesias con la piedra desnuda, pero en origen estaban pintadas de colorines. A nosotros nos parecería hortera, pero a los constructores del románico les encantaba —dice la guía.
Y abre la puerta del templo.
—No voy a encender las luces todavía. Entren poco a poco, para que la vista se vaya haciendo a la oscuridad y para que descubran la iglesia como la descubrían hace siglos.
Primero impresionan la amplitud y la altura. Desde fuera parece una nave rotunda y pesada, pero en el interior la mirada sube por los cinco enormes arcos que sostienen el techo y se pasa un rato volando por las alturas: los contrafuertes de la ampliación, el coro, los balcones, la balaustrada azulgrana, los frescos barrocos.
—Aquí hay muchos siglos superpuestos, porque esto es un templo vivo y cada época dejó sus huellas y sus gustos.
Pero aquí hemos venido a lo que hemos venido: los murales románicos, la segunda parte de la historia, también pintada por el maestro de Pedret.
—Yo nunca he visto nada así. Hace mil años, quien conociera a los personajes y supiera interpretarlos, vendría aquí y alucinaría.
Preside, como siempre, la mandorla con el Cristo en Majestad. Alrededor se representa la epifanía: aparece el rey Melchor ofreciendo algo en una bandeja –otra vez con un pie fuera del marco, creando el efecto de la triple dimensión: igual que en Burgal‒ y otros dos pares de piernas que deben de ser de Gaspar y Baltasar. Con mucho color y mucho movimiento, también tenemos a los arcángeles, a los profetas y a dos serafines muy llamativos, cubiertos con tres pares de alas plagadas de ojos. Parecen pavos reales.
Y otro que se exhibe: un señor vestido con una capa azul sobre una túnica amarilla, con la mano extendida para indicar que estas pinturas las ha pagado él, con la cabeza tonsurada… y pelirrojo.
—¡Otra vez el pelirrojo! Este es Ot, el hijo de Llúcia, que fue prior de Santa María de Aneu antes de irse a la Seo de Urgel y convertirse en arzobispo. Si se fijan, tiene una posición muy dominante. Su figura está más arriba que la de los serafines, su cabeza se sale del marco y va vestido de azul como los profetas. ¡Esto es muy fuerte! El hijo de unos condes proscritos se convierte en el protagonista de una de las pinturas más valiosas del románico catalán.
Las pinturas de Burgal reflejaban que Llúcia había conseguido el perdón para el difunto Artau y el poder y la prosperidad para sus hijos. Las pinturas de Santa María d’Aneu recalcan otro mensaje, dice la guía:
—Ahora que ya nos han perdonado, somos los reyes del mambo.
Monjes salados
La huella de los pelirrojos medievales es una buena excusa para recorrer esta comarca. Desde Santa María d’Àneu bajamos cincuenta kilómetros por la orilla del Noguera Pallaresa, atravesando los desfiladeros de Llavorsí, al pie de laderas pizarrosas que se deshacen y se derrumban en grandes bloques. Al otro lado encontramos un pueblo peculiar: las casas están alineadas a lo largo del río pero un poco retrepadas en la ladera, y alcanzan tres, cuatro y hasta cinco pisos. Es Gerri de la Sal, el pueblo que creció en vertical porque los terrenos llanos los necesitaban para construir eras: terrazas en las que acumulaban el agua salada para que se evaporara y dejara el mineral. De la riqueza de la sal, ahora quedan unas pocas eras y un monasterio enorme.
Porque el monasterio nació de la sal. En el año 807 se instaló aquí, con el patrocinio del condado de Tolosa de Languedoc, una comunidad de monjes que recibió la propiedad de las salinas. Eso les daba mucho dinero. Luego construyeron un puente románico, que también daba mucho dinero porque cobraban peaje y el tráfico era intenso. Con los musulmanes un poco más al sur, los caminos cristianos del Pirineo iban de oeste a este, saltando de un valle a otro. De Gerri hacia el oeste se iba a Roda de Isábena, capital del condado aragonés de Ribagorza, que tiene una catedral románica, y hacia el este a la Seo, capital del condado de Urgel, con otra catedral románica.
Los monasterios eran actores políticos poderosos. Los monjes de Gerri cristianizaban los valles, fundaban templos, gestionaban territorios, recaudaban rentas, explotaban la sal, cobraban peajes y recibían donativos de los condes que querían llevarse bien con ellos. Así levantaron en Gerri, como testimonio de su gran poder, la inmensa iglesia románica de tres naves, con una bóveda de cañón de trece metros de altura.
En este monasterio está el sarcófago con los restos del santo Ot, nuestro pelirrojo, el chico de la Llúcia, el que se metió a cura y mira adónde llegó. Durante los últimos años de su vida fue abad de Gerri y se dedicó a negociar con los condes para que devolvieran al monasterio las tierras y los bienes que le habían arrebatado.
Antes, siendo arzobispo, levantó su mayor obra: la catedral de Santa María, en la Seo de Urgel, la única catedral románica de Cataluña. Para encontrarla, debemos cruzar del valle del Pallars al valle del Urgel, atravesando el puerto del Cantó. Es una catedral de aire italiano, construida por maestros lombardos, con su puerta de arquivoltas, sus leones, sus tramos de arcos ciegos, su campanario con ventanas geminadas, su ábside recorrido por una galería de arcos abiertos. Y con su fachada de granito rosáceo, el tono que a estas alturas del viaje nos parece casi una firma: la de nuestra familia de pelirrojos.
Ander Izagirre
He tenido la oportunidad de visitar en la celebración de la boda de un pallarés pelirrojo, el monasterio de Gerri de la Sal. Hecho en falta una reseña de la ermita de Santa María de Arboló, en el pueblo de Arcalís. Aunque no tenga relación directa con los personajes del relato, si lo tiene con el monasterio de Gerri. Santa M. de Arboló es la Patrona del Pallares Sobirá