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El pueblo zaragozano de Belchite sufrió una de las peores masacres de la Guerra Civil: cinco mil muertos en un par de semanas. Un paseo por las ruinas permite encontrar obuses incrustados y memorias vivas.
En la inmensa llanura de yeso y sal, en lo alto de una pequeña loma, se levanta una torre de ladrillo en ruinas: la torre de la vieja iglesia de San Martín, roída, agujereada, traspasada por los rayos del sol. Es un faro del desastre. A sus pies se extiende una ladera de casas medio derruidas, un campo de escombros, un reventón de cascotes. Son los restos del viejo Belchite.
Entre el 24 de agosto y el 6 de septiembre de 1937 el horror se abatió sobre el pueblo. Las tropas republicanas intentaron tomarlo en su camino hacia Zaragoza pero las franquistas resistieron mucho más de lo esperado. Fueron catorce días de batalla encarnizada, de bombardeos, asaltos, incendios, tiroteos y derrumbes. Murieron cinco mil personas. Bajo el barro seco, bajo las losas que ciegan el trujal, aún yacen cientos.
Hace unos años, cuando el acceso era libre, caminamos entre las casas desmoronadas hasta las ruinas de la iglesia de San Agustín. Su nave central no tenía techo, solo un costillar de arcos que no sostenían nada más que el cielo raso. Al salir nos topamos con un jubilado que vestía gorra deportiva y gafas de sol, camiseta sin mangas, pantalón corto y sandalias.
—En esta iglesia comulgué yo. Y aquella pared —señaló un muro medio derruido al otro lado de la explanada— era mi casa. En esa esquina cayó una bomba y mató a todas las caballerías. Allí había otra casa. Y allá dos más —iba señalando y nombrando, y donde solo quedaban cascotes su memoria levantaba edificios de tres dimensiones.
No parecía que el hombre fuera tan mayor como para recordar la guerra. Le preguntamos la edad y nos dijo que era del 40, que nació tres años después de la batalla de Belchite.
—Entonces, usted comulgó en esta iglesia después de que la destruyeran…
—Sí, claro. Es que después de la guerra todavía vivimos bastantes años en el pueblo viejo. Según iban construyendo el pueblo nuevo, iban sacando familias. Hasta los años 50 hubo gente viviendo aquí. El pueblo estaba destrozado, pero nos las apañábamos. A muchas casas les faltaban paredes y los huecos se cubrían con cañizos y un poco de yeso. Mirad, allí estaba la sacristía. Se le derrumbó uno de los lados y lo taparon con cañizos. Yo era monaguillo, y una vez el cura nos encerró a mí y a otros monaguillos en la sacristía, por bebernos el vino de la vinajera. Abrimos los cañizos y nos escapamos.
Miramos la iglesia en silencio.
—Yo me llamo Emilio por mi tío, el primer muerto de Belchite. Tenía 22 años. Aquí mismo murió.
Emilio nos pidió que lo siguiéramos. Dimos unos pasos hacia el costado de la iglesia y señaló hacia lo alto: había un proyectil incrustado en la torre.
—Hemos tenido bombas hasta en la sopa. Durante un montón de años, labrábamos el campo y salían bombas sin explotar por todos lados. Las poníamos de pie, con la espoleta hacia arriba, y llamábamos a la Guardia Civil para que vinieran a explotarlas. Una vez encontré una bomba de aviación enorme, pesaría unos veinte o veinticinco kilos. La metí en el coche y se la llevé a un chatarrero. Al hombre casi le da algo, me gritaba que me la llevara de allí.
Emilio nos animó a rebuscar en las higueras que crecían entre las ruinas. Recogimos una docena de higos, grandes como puños y muy dulces. Algunos estaban huecos.
—Los estorninos, que picotean los más maduros —dijo Emilio. Y se despidió antes de caminar hacia unas tapias, donde había más higueras. A los cinco minutos apareció de nuevo en la explanada de la iglesia, con la gorra repleta de higos entre las manos. Saludó, sonriente, y levantó su botín en el aire—. Los meto a la nevera y ya tengo postre para varios días.
La guerra en susurros
El viejo Belchite era un pueblo que emergía de la tierra. Lo construyeron con la materia prima del paisaje: arcilla, yeso y cal. Tierra cocida para hacer ladrillos, barro húmedo y encofrados de madera para levantar muros, cerámica para cubrir los suelos, cal para blanquear las fachadas. Con esa sobriedad esteparia creció un pueblo que fue, hasta 1937, uno de los más hermosos de Aragón. Ese fue el mérito de la arquitectura mudéjar, híbrido de saberes islámicos y cristianos, arte rápido y barato: a falta de materiales nobles, se apañó con lo que había a mano y creó una belleza eficaz, adornada con juegos geométricos de azulejo y ladrillo. En las callejuelas tortuosas y sombrías de Belchite, tan moras, se alzaban casonas, palacios y templos que elevaban una silueta de torres mudéjares. Belchite era tierra hecha hogar, tierra hecha arte. Hasta que la bombardearon, la acribillaron, la reventaron, la derrumbaron, la trituraron y la rindieron a esa misma tierra de la que había nacido.
Las fotos del 6 de septiembre de 1937 muestran a los soldados republicanos entrando tranquilamente a Belchite por el Arco de la Villa, una hermosa puerta barroca-mudéjar de hace tres siglos. Era un portal defensivo, con hechuras de torre, y a la vez una capilla, mezcla común en muchos pueblos aragoneses. Hasta hace pocos años, las ruinas del arco estaban sostenidas por andamios y tapadas con un muro de bloques de hormigón. Algún vecino agarró una tiza para escribir su queja en el muro: “Con los bloques se construyen granjas, no se tapian monumentos. Un respeto al arte y a nuestro patrimonio”. En el viejo Belchite habían apuntalado los edificios más valiosos, mientras las casas corrientes seguían derrumbándose poco a poco, pero no se invertía en preservar las ruinas y daba la impresión de que nadie sabía muy bien qué hacer con ellas ni cómo contar la guerra.
Un folleto municipal, que describía el pueblo viejo en diecisiete párrafos, daba esta única explicación de las ruinas: “Las guerras han mutilado formas y han creado un paisaje expresionista”. Un panel colocado en el pueblo nuevo, con abundante texto sobre la historia y el entorno natural, también evocaba vagamente la guerra como un impreciso fenómeno atmosférico: “La batalla de Belchite, que hizo desaparecer el poblado viejo, marcó un antes y un después en el municipio”. Apareció la guerra, desapareció el pueblo.
Con el arco cegado, había que dar un rodeo entre casas derruidas y malezas altas para entrar a la calle Mayor, antes monumental y ahora esquelética. Allí vimos la Casa Aragonesa, un palacete renacentista con una galería de pequeños arcos y un alero de ladrillo, pero sin cubierta y destripada: en el interior solo persistía la estructura de los tres pisos, la escalera y algunos tabiques llenos de grafitis. Apestaba a gallinero. En esta calle principal se mantenían en pie los restos de unas cuantas casas más, algunas con balcones de hierro forjado y todas con el acné de las ametralladoras en las fachadas. El pueblo crujía a cada paso, la imaginación se desbocaba, oía el silbido de los aviones, el estruendo de las bombas, el tableteo de las ametralladoras, las carreras de los niños, los aullidos de dolor. En las torres y las fachadas de Belchite, los boquetes seguían abiertos en muecas espantosas.
Parapetos de cadáveres
Durante el verano de 1937 las tropas franquistas avanzaron en el Frente Norte. Después de San Sebastián y Bilbao, estaban a punto de tomar Santander y seguir hacia Asturias. Para aliviar la situación, el Ejército de la República intentó abrir un frente más favorable en tierras aragonesas y organizó una gran ofensiva. Pretendía conquistar Zaragoza y de paso distraer fuerzas franquistas del norte.
La batalla comenzó el 23 de agosto. En las primeras horas los republicanos avanzaron muchos kilómetros del Ebro hacia el norte, tomaron varios pueblos pero se toparon con Belchite. Era una población muy bien fortificada, defendida por unos dos mil trescientos soldados, requetés y guardias civiles. En Belchite también quedaron sitiados dos mil vecinos, que por convicción o por obligación colaboraron en la defensa del pueblo, levantando barricadas, aprovisionando a los soldados o disparando, los que sabían.
Los aviones republicanos lanzaron las primeras bombas sobre Belchite el 24 de agosto. Después, durante unos cuantos días, no se volvió a saber de ellos. El 28 hubo otro bombardeo, esta vez con artillería y tanques. Y tampoco se prolongó demasiado. En realidad Belchite era un objetivo secundario, una china en el zapato republicano durante su avance hacia Zaragoza. Pero el 31 de agosto los atacantes quedaron estancados a treinta kilómetros de la capital aragonesa, sin capacidad para superar las defensas franquistas, y este fracaso marcó el destino de Belchite. Los republicanos concentraron sus fuerzas en este pueblo para eliminar resistencias enquistadas en su territorio y porque necesitaban proclamar urgentemente alguna victoria. Los mandos franquistas prohibieron por radio la retirada o la rendición a los sitiados, debían resistir hasta el último muerto para frenar a los republicanos.
La batalla se reavivó en los primeros días de septiembre. Además de los bombardeos pesados y los tiroteos sin respiro, soldados y civiles tuvieron que soportar otra tortura: el calor. La estepa aragonesa hervía bajo el sol. Los cronistas narraron casos de rebeliones en las trincheras, cuando los soldados enloquecidos por la sed se escapaban a buscar agua en plena batalla, o casos de hombres al borde del desmayo que bebían su propia orina o abrían las venas de los mulos para sorber la sangre.
Los vecinos de Belchite se refugiaron en sus bodegas subterráneas durante dos semanas de bombardeos. Tiraron los muros para pasar de unas a otras, según las casas se iban derrumbando y sepultando a decenas de personas; sufrieron hambre y sed; enfermaron, agonizaron, amontonaron cadáveres.
Entre el 2 y el 3 de septiembre, los republicanos lograron colarse en el pueblo. Así comenzó la peor carnicería. Los tanques no podían circular por las calles atascadas de escombros, así que les tocó a los soldados entrar a pie para conquistar a golpe de granada y fusil cada esquina, cada casa, cada calle. Se ametrallaba desde los balcones, se luchaba de una habitación a otra en una misma casa, se abrían boquetes en los tabiques para lanzar bombas al enemigo, unos y otros se perseguían por los sótanos, caían edificios y se propagaban incendios voraces. En medio de aquel infierno, los combatientes aislados se daban de bruces con otros combatientes, al girar una esquina o al caminar entre ruinas, y a menudo estallaban los tiroteos y los bombazos antes de que pudieran distinguir de qué bando era cada cual. Así murieron cientos de soldados, a manos de propios y extraños. Y así murieron cientos de civiles, acribillados y reventados, aplastados por los derrumbes, confundidos entre las polvaredas o sorprendidos en una habitación por asaltantes desquiciados.
Calculan que al final del 3 de septiembre más de cuatrocientos cadáveres yacían desperdigados por las calles de Belchite, sin que nadie se atreviera a salir para enterrarlos. Herbert Matthews, corresponsal del diario The New York Times, contó que en algunas esquinas los combatientes habían levantado parapetos con ocho cadáveres amontonados. El hedor de la carne quemada y la putrefacción, acelerada por el bochorno, se extendió por el pueblo. Dicen que esa noche Belchite quedó en silencio durante unas horas. Y que entonces se elevó un rumor desde los sótanos, el de los rosarios rezados por las mujeres y los niños supervivientes.
El 5 de septiembre los republicanos ya habían conquistado todo Belchite salvo la zona del Ayuntamiento, donde se refugiaban varios cientos de defensores. Desde Zaragoza, los mandos les dieron permiso por radio para intentar romper el cerco durante la noche y correr hacia las hogueras de las posiciones franquistas.
Así empezó la segunda odisea de Josefina Cubel, una niña de 12 años.
Memoria de Josefina
La odisea la cuenta su sobrina Pilar, una de las guías que enseña ahora las ruinas de Belchite a los grupos de visitantes, en recorridos de hora y media que empiezan en el arco ya restaurado. Como todos los guías son descendientes del pueblo, completan el relato histórico con las peripecias personales de sus tías, madres, abuelos.
Paseando en silencio por las ruinas, podemos imaginar la noche del 5 de septiembre de 1937 en la que unos pocos soldados franquistas salieron discretos a la calle, para que los centinelas republicanos no percibieran una huida masiva. Fueron rechazados a tiros varias veces pero nadie dio una voz de alarma general. Lo intentaron por varias zonas a lo largo de la noche, hasta que pillaron desprevenidos a unos centinelas, los degollaron, abrieron una brecha para la fuga y cientos echaron a correr para cruzar las líneas enemigas. Saltaron las alarmas y el griterío, las ametralladoras de los balcones barrieron las calles, los tiradores de los parapetos abatieron a muchos fugitivos. Muchos sitiados, tanto militares como civiles, salieron corriendo del pueblo.
El comandante franquista Santa Pau lanzó una granada contra un grupo de republicanos para abrirse paso, echó a correr y vio que lo seguía una niña. Se paró un momento.
—Pero dónde vas, zagala, quédate aquí.
Una ráfaga de metralleta mató al comandante y reventó una pierna a Josefina. Su padre, su hermana de 15 años y su hermano de 7, que venían un poco más atrás, se la encontraron inconsciente, tendida en un charco de sangre. El padre contuvo un grito, se agachó para ayudar a Josefina pero enseguida apremió a sus otros dos hijos:
—Vámonos, que está muerta.
Allí quedó Josefina. Su madre no la vio, porque se había rezagado durante la huida y no llegó a salir del pueblo. El padre y los dos hermanos corrieron en la penumbra, agachados, entre el tiroteo. Las siluetas de los fugitivos se recortaban contra el incendio que consumía Belchite y dibujaban un blanco fácil para las ametralladoras republicanas que rodeaban el pueblo. La estepa quedó alfombrada de cadáveres. Unos doscientos fugitivos alcanzaron las líneas de sus conmilitones. Los Cubel caminaron tres días hasta Zaragoza, agotados, hambrientos, sedientos, y se desplomaron al fin para llorar la muerte de la pequeña Josefina.
Tres meses más tarde, una señora volvió a Belchite después de curarse las heridas en el hospital republicano de Alcañiz. Allí se encontró con los Cubel, el padre, la madre, la hermana mayor y el hermano pequeño, todos con cintas negras de luto en el brazo.
—¿Quién se os ha muerto?
—Josefina, la niña.
—¡Pero si está en Alcañiz, en el hospital! Yo la he visto allí.
Al amanecer del 6 de septiembre, al acabar la batalla, los republicanos habían encontrado a la niña aún con pulso y la habían enviado al hospital de Alcañiz, donde le operaron la pierna y la cuidaron durante tres meses. En el caos de la guerra, nadie había podido enviar noticias de Josefina a su familia. Cuando supieron que vivía, los vecinos juntaron dinero para que la madre fuera en autobús a recoger a su hija resucitada.
Josefina quedó coja para siempre. Vivió en el Belchite viejo hasta 1952, hasta que su marido y ella se trasladaron al pueblo nuevo, donde regentó una churrería. Tuvieron tres hijos. Ella recordaba la guerra, las hambrunas, las penurias de los prisioneros que levantaron el pueblo nuevo, pero prefería hablar de las verbenas y las fiestas del Belchite de su niñez, de las vaquillas, el cine, el teatro y los bailes de aquel pueblo borrado del mapa pero no de la memoria.
“Se edificará una ciudad hermosa y amplia”
La batalla dejó dos mil muertos entre los soldados franquistas y los civiles sitiados en Belchite, dos mil y pico republicanos y otros cuantos muertos más, sin concretar, entre los heridos graves que murieron en los días siguientes. Cinco mil cadáveres.
El triunfo republicano fue efímero. El Ejército franquista recuperó Belchite en marzo de 1938 y los vecinos siguieron viviendo allí muchos años, porque Franco prefirió mantener las ruinas como símbolo propagandístico antes que reconstruir el pueblo mudéjar: “Belchite fue bastión que aguantó la furia rojo-comunista”, proclamó en 1954, cuando inauguró el pueblo nuevo junto a los escombros del antiguo. “En los frentes de batalla y en las guerras a unos les corresponde ser yunque y a otros maza. Belchite fue yunque, fue el reducto que había de aguantar mientras se desarrollaban las operaciones del norte. Belchite tenía que poner el pecho de sus hijos para que fuese posible la victoria”.
El Belchite nuevo, un pueblo de traza cuadriculada y barrios uniformes de casas bajas sin gracia, conservó hasta bien entrado el siglo XXI los nombres franquistas en su callejero: la calle 18 de julio, las avenidas de la Victoria y de José Antonio, la plaza del Generalísimo… En esta plaza, una placa recordaba la promesa del caudillo: “Yo os juro que sobre estas ruinas de Belchite se edificará una ciudad hermosa y amplia como homenaje a su heroísmo sin par”.
“Se edificará”. La edificaron los perdedores. A partir de 1940, la Dirección General de Regiones Devastadas instaló un campo de concentración en Belchite, un conjunto de barracones rodeados por muros, alambradas y torres de vigilancia, en los que malvivieron una media de mil presos políticos. Un informe del Patronato de Redención de Penas dejaba claro el sentido de estos campos: “La Dirección de Regiones Devastadas emplea a muchos cientos de reclusos, dando a esa importantísima tarea un hondo sentido de reparación moral y de justicia histórica, pues hace participar en la restauración de España a aquellos mismos que contribuyeron a destruirla”.
Eran puros esclavos: recluidos, hambrientos, enfermos, helados en invierno y abrasados en verano. Muchos murieron. Así lo contó al diario La Vanguardia Manuel Vaquero, vecino de Belchite, de 96 años, hijo de un sindicalista fusilado y preso en el campo de concentración: “Cuando mataban un animal, solo nos llegaban los huesos. Nos alimentaban con agua sucia que quería parecer café y acelgas solas, siempre acelgas. Trabajábamos todo el día. Pasábamos mucho frío y hambre”.
A los presos también les hicieron levantar una cruz laureada de hierro, de cinco metros de alto, en memoria de los caídos por Dios y por España, que aún se alza entre los escombros del pueblo viejo. La cruz está formada por remaches, y dicen que cada uno de los presos tuvo que colocar uno.
Último adiós de Pepe
—Cómo nos matábamos los españoles, Dios mío, con qué saña nos matábamos. A mí me tocó pegar tiros con 16 años. Eso no puede ser.
En la visita de hace años, cuando se podía acceder libremente a las ruinas del Belchite viejo, nos encontramos con Pepe, un anciano de Ávila que caminaba muy despacio, ayudado por su mujer y su hijo, hacia las ruinas de la iglesia de San Agustín.
—Hay que enseñar la historia, contar todo lo que pasó, para que los jóvenes sepan que la guerra es el peor desastre.
Pepe era un hombre muy delgado, llevaba las manos metidas por dentro del cinturón para sostener los pantalones, y su rostro trazaba un mapa de arrugas. Había venido desde Ávila hasta Belchite con su mujer y su hijo, para conocer el lugar en el que una bomba mató a su mejor amigo. Tenía huesos de 86 años pero, cuando desataba los recuerdos, le brillaban los ojos de un chaval de 16 atrapado en una guerra.
—Mi amigo se llamaba Cayetano Sotillos y era portero del Deportivo Abulense, un chico muy conocido, muy apreciado. Cuando en Ávila se supo que lo habían matado, fue una tragedia. Era alférez provisional. Estaba en esta iglesia, refugiado con un grupo de soldados. Él era el jefe. Les cayó una bomba. Tenía mi edad, 17 años. A su lado murió otro amigo mío de Ávila, Cecilio González.
Pepe calló un minuto. Miró la iglesia pero no entró en ella. Luego se giró y siguió paseando muy despacio por los escombros de Belchite. Su hijo se adelantaba para visitar las otras iglesias, los ruinas de los monumentos, pero él prefería descansar, de pie, a la sombra de las higueras.
—Es que tengo 86 años.
Pepe, su mujer y su hijo habían venido desde Ávila hasta Zaragoza, donde se hospedaban, para acercarse a Belchite. Entre una cosa y otra, muchas horas de viaje. Pero la visita de Pepe solo necesitaba un minuto.
—Yo no estuve en la batalla de Belchite. Pero me tocó pegar tiros desde los 16 años hasta los 18 —se tomó una pausa, respiró y decidió aflojar un nudo más—. Os diré una cosa. Soy el único español vivo que ha hecho entera la batalla del Ebro. Yo estaba en la única unidad que luchó del primer día al último de esa batalla, del 26 de julio al 12 de noviembre. Mis compañeros de unidad ya han muerto. Bueno, casi todos murieron allí. Yo también era alférez provisional, como Cayetano, y fui el único oficial que no cayó herido.
—Claro —dijo su mujer—, eras tan flaco como ahora y las balas no te acertaban.
Pepe sonrió con tristeza.
—Había un compañero, Peña, que venía corriendo hacia mí. Y de pronto una ráfaga de ametralladora le reventó la cabeza.
Guardó silencio otra vez, la mirada perdida, los ojos acuosos. A menudo somos tan resabiados que sonreímos ante las moralejas. No con la de Pepe:
—Acordaos de una cosa: tenéis que respetar siempre a los demás.
Ander Izagirre
Magnífico artículo.
Me parece una atrocidad el egoísmo de una guerra por querer apoderarse de un pueblo y asesinar a miles de personas, ya sean militares o civiles. Que no se vuelva a repetir JAMAS y respetemos al prójimo como a nosotros mismos.
Me ha emocionado leer el relato de la batalla de mi pueblo. Yo nací en el Pueblo Viejo de Belchite. Y viví allí, no hasta los años 50, como dice el artículo, sino hasta 1964, en que fuimos obligados por la administración a dejar nuestra casa, que no dejo de recordar ni un solo día. Me sigue doliendo pensar en la mala fe del gobernante de esa época (ya sabemos quién), capaz de sacrificar la memoria de un pueblo para servir a su propaganda política. Belchite era un hermoso pueblo, lleno de arte y de vida, que, aunque herido por la guerra, hubiera sido fácilmente reconstruible pues no quedó tan destrozado como se ve ahora, prueba de ello es que más de cien familias vivimos allí hasta 25 años después de acabada la guerra. El gran drama de Belchite no fue la guerra, que lo fue, sino la injusticia de la posguerra.
Mi padre fué uno de los prisioneros que llevaron a Belchite para la reconstrucción del pueblo nuevo, era montador electricista, y estaba condenado a muerte, el contaba que le sacaron 4 veces a hacer el paseíllo de la muerte, pero al final no lo mataron y trabajó Regiones Devastadas , los tenían en el campo de concentración amontonados y pasaron todos un calvario, muchos preferían morir, un pincel de lo vivido por mi padre, que estoy súper orgullosa de el.