Qué hacer con niños en el campo sin Internet
Escrito por
20.07.2020
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Actualmente es relativamente fácil mantener a los niños entretenidos. Tablets que se pueden conectar a la Wi-Fi para poner vídeos de dibujos animados que hasta los más pequeños saben controlar. Mientras los adultos comen, conducen o miran su propio móvil, los más pequeños se meten en su mundo a través de la pantalla.
Como con casi todo, hay un debate abierto sobre el tema. Por un lado, están los detractores del acceso a la tecnología desde edades tempranas. Por otro, los defensores de que los más pequeños se acostumbren al mundo en el que les ha tocado vivir lo antes posibles. Por supuesto, ambos bandos tienen argumentos aceptables, pero es evidente que mientras se hace una cosa, se deja de hacer otra.
El verano en un entorno rural ofrece alternativas a las pantallas que muchas veces los adultos no recuerdan o nunca han vivido si no han tenido ese pueblo al que ir de vacaciones (ese destino al que viajaban compañeros de colegio y que, según lo que contaban, era el paraíso). Y son divertidas, instructivas y todas –o la mayoría– gratis.
Llegar al campo y olvidarse de Internet es el primer reto. El siguiente es enseñar (o convencer) a los más pequeños de que hay cosas que no se pueden hacer en la ciudad. Como bajar a jugar a la plaza después de merendar a jugar con otros niños sin más preocupaciones que la pelota se escape o tropezar y pelarse las rodillas al caer. Por ejemplo, en la comarca de La Vera de Extremadura abundan las aldeas en las que experimentar un verano “a la antigua”.
Secretos que salen a la luz
Los alimentos son una de las sorpresas que “lo rural” tiene preparadas. Las naranjas no saben de la misma manera que en casa y el crujido del pan del bocadillo es diferente. Depende del pueblo en el que se esté es posible llegar a la panadería siguiendo el olor que desprenden las hogazas en el horno.
Paseando entre árboles se puede aprender que no todas las piezas de fruta son iguales. En el supermercado los melocotones, las peras o los higos tienen buen aspecto, un tamaño estándar y pocas magulladuras. En el campo manda la diversidad: hay limones muy pequeñitos y otros que parecen haber salido de la huerta de un gigante.
Algunos tomates están “un poco feos” y los colores de los melocotones no son uniformes. Pero el sabor de uno de esos ejemplares defectuosos puede ser una impresión para el paladar de los niños que la única parte negativa que puede tener es que al volver a casa ya no quieran los tomates de siempre.
Acercarse a los animales es otro privilegio que no suele darse en la ciudad. Quizá en el parque (el zoo no cuenta), pero si en casa entra algún bicho las opciones más habituales son matarlo o echarlo por la ventana. Depende del amor por los animales que tengan los habitantes de dicho hogar o del ejemplar del que se trate (las cucarachas no tienen muchas posibilidades de sobrevivir, la verdad).
En el ambiente rural la distancia entre especies se acorta y la relación cambia. Los más pequeños de pronto descubren que las ranas que salen en la televisión o en los vídeos existen de verdad. O que no todos los gatos son mascotas, que las lagartijas se comen a los mosquitos y que los saltamontes entran en las casas sin llamar al timbre.
Ir a buscar precisamente esos animales de ojos saltones es una actividad misteriosamente divertida para los niños y da igual las veces que haya que repetir la operación. Porque aunque los lugareños les digan a los más pequeños lo sencillo que es verlas e incluso cazarlas, la cosa tiene su miga (y es fácil tomarles el pelo a los urbanistas).
Pero lo emocionante es la anticipación, así que la ilusión de que esa vez sea la definitiva ya es suficiente. Por la noche las ranas croan muy alto, en un diálogo a voces con los grillos que hay que tener cuidado de no interrumpir. La aventura de moverse en silencio con linternas para sorprender al animal en su morada es la base para un recuerdo de verano al que se vuelva con nostalgia en la edad adulta.
La cortesía y la cercanía también es algo que se aprende desde pequeños. Y para los de ciudad, que la gente se salude automáticamente por la calle es motivo de ligera estupefacción. Y también que las diferentes generaciones se relacionen entre sí sin que la edad importe (con el respeto a los mayores siempre presente). Para lo bueno y para lo malo, los vínculos en la comunidad son mucho más fuertes.
Salir a la calle al atardecer para sentarse en la puerta a la fresca es otra tradición popular que pueden practicar los niños. Esa imagen de los vecinos hablando y sentados en las sillas en la calle parece que pertenece solo al pasado o a la ficción. Pero en lugares como Valverde de la Vera, es lo habitual. De esas conversaciones pueden salir amistades para toda la vida. O, al menos, servir de clase para aprender nuevas maneras de relacionarse.
Escenarios de película
Calles que no tienen asfalto sino un empedrado que acumula pisadas desde hace siglos, plazas en las que antiguamente se ajusticiaba a los criminales, casas que se construían donde se podía o castillos en los que vivieron condes. Suena a leyenda, pero esos sitios se encuentran a menos distancia de lo que se piensa. En la provincia de Cáceres, mismamente.
Los manantiales que bajan de la Sierra de Gredos suenan cerca de los núcleos de población y algunas regueras siguen cortando de manera tímida las vías –empedradas– de la ciudad. Y, aunque en el interior de la comunidad también hay playas como la de Orellana, el río sigue siendo la atracción acuática preferida. Las gargantas como las de Madrigal de la Vera, las de Losar o el Lago de Jaraíz de La Vera son algunas de las más famosas.
Las ‘Ollas’ de Cuacos de Yuste se sitúan debajo de un puente romano y el agua es tan cristalina que se ven hasta los minúsculos peces que nadan en la orilla. Es un lugar ideal para que los niños se bañen sin peligro –eso sí, es recomendable llevar cangrejeras o un calzado adecuado para andar entre piedras–, descubran animales de agua dulce y las plantas que crecen a su alrededor. La sensación de libertad que se obtiene al entrar en el agua helada después de saltar desde un punto elevado es sinónimo de verano.
Después de desayunar tostadas de auténtico pan de pueblo, comer una manzana “de proximidad” a bocados, bañarse en las gargantas, jugar al escondite por el centro del pueblo, buscar ranas y conocer a los vecinos, aún queda una actividad única: ver las estrellas. Lejos de las luces de la ciudad y su contaminación, el cielo nocturno es un espectáculo que se disfruta sin necesidad de telescopio.
Un helado mirando las estrellas es el broche perfecto para un día de verano rural. Y, al día siguiente, vuelta a buscar ranas y a caminar por el campo sin acordarse de pantallas ni conexiones a la red. La dulce rutina de las vacaciones infantiles.
Carmen López