El viajero tiene casi sesenta años. A pesar de ello, hace poco que ha encontrado una voz propia. Hacía tiempo que escribía, pero convertirse en escritor no siempre es tarea fácil. El viajero viaja por su país, Portugal, que, al igual que él, comienza a encontrar su propia voz tras la dictadura salazarista. El viajero es José Saramago y aún no lo sabe, pero logrará un Premio Nobel. De esta experiencia nacerá un libro: Viaje a Portugal.
El viajero, como se llama a sí mismo José Saramago, observa, recuerda, reflexiona, siente y descubre. Viaja por todo el país y lo explica. Sin embargo, no hay que leer el libro como si fuera una guía: “A las páginas que siguen no hay que recurrir como agencia de viajes o escaparate turístico”, advierte al principio, sino que hay que leerlas como elogio al viaje personal. Y así, va y viene, vuelve, escoge ruta a capricho y no por conveniencias o hábitos.
Un viaje por Portugal
Como todos los viajes importantes, éste lo es a través de una geografía –recogiendo el “murmullo infinito del pueblo”– y, a la vez, es un viaje interior. Por ello, leer Viaje a Portugal es acercarse a José Saramago, como si fuera una autobiografía y no un libro de viajes.
Realmente, éste es un libro importante, porque como dice su autor, el viaje es uno de los muchos rostros que tiene la felicidad.
El viaje comienza en la frontera con España, junto al Duoro, o Duero, con un fascinante sermón dirigido a los peces de ambas riberas, que es, en realidad, un alegato contra lo absurdo de las fronteras.
La primera parada es en Miranda do Douro, distrito de Braganza. La primera noche, desde la ventana de la habitación ve la margen española del río. Allí, le cubre un gran silencio medieval. Cerca está Rio de Onor, un pueblo singular que es portugués y español a la vez.
Portugal por carreteras secundarias
Hay que viajar prestando atención a los detalles. Al viajero le gusta usar carreteras poco transitadas. Y es que, aclara, “cuando el viajero sale de las carreteras principales, logra siempre grandes compensaciones”.
Siendo así, es normal que no falten anécdotas. Como cuando, tras dejar la célebre Barcelos para encaminarse a Abade de Neiva, pincha la rueda del coche y se revela mejor viajero que mecánico.
O como cuando, de tan improvisada que es la ruta, llega a Guarda sin alojamiento y tiene que quedarse a dormir dentro del automóvil, “envuelto en todo cuanto podía hacer las veces de ropa de abrigo, mordisqueando galletas para entretener el hambre nocturna y al menos calentar los dientes, se sintió la más mísera criatura del Universo…”.
Son pequeños percances que forman parte del viaje. No hay que hacerse mala sangre por ellos. Ni siquiera por una mala comida en Visau, donde el viajero “comió al fin, ya no recuerda qué y prefiere no decir dónde. Son accidentes a los que está sujeto quien viaja y no por eso ha de acabar queriendo mal a las tierras donde acontecen”.
Al contrario, son muchas las alegrías que le depara viajar así: está Braga, donde disfruta del santuario Bom Jesus do Monte, del que llega a decir que en Portugal no hay nada hay que se le pueda comparar; callejea por Porto -«un estilo de color, un acierto, un acuerdo entre el granito y los colores de la tierra»-; llega a la ría de Aveiro, que le resulta sublime. Tanto que como escritor además de viajero experimenta los límites de las palabras:
“El viajero sabe que está intentando expresar lo inefable, que no hay palabras capaces de decir lo que una gota de agua es, cuanto menos este cuerpo vivo que une tierra y mar como un enorme corazón.”
Sigue el viajero por la costa oeste de Portugal hasta Montemor-o-Velho, en Coimbra. Se encuentra con “poblaciones que parecen haber quedado al margen del tiempo” como, por ejemplo, Tentúgal. Anda y desanda -su viaje no sigue nunca una línea recta-, va por donde vino, y llega a Castelo Rodrigo.
Entra en tierras de Alentejo, y en la ciudad de Évora siente “una atmósfera que no se encuentra en ningún otro lugar”, pues pervive allí el pasado en el presente. Lisboa le intimida. Antes, prefiere ir a Carcavelos, y retrasar el encuentro con la capital portuguesa, para “ver lo que sólo muy pocas personas conocen”: la iglesia parroquial, donde hay una de las “más magníficas decoraciones de azulejos”.
No faltarán los goces de la cocina portuguesa. Como en Sesimbra, las caldeiradas que, aunque se comen en toda la costa, “quién sabrá decir por qué, el gusto de ellas es diferente”.
Y Algarve será donde el viajero vaya acabando su recorrido. En Faro encuentra refugio, no tanto en Silves, donde el inglés ha sustituido el idioma portugués de tanto que es el turismo.
Desde allí, remontará toda la costa hacia el norte: “Éste es el país del regreso”, dirá. Pero, afortunadamente, “el viaje no acaba nunca. Sólo los viajeros acaban”. Así pues, el final de este viaje será el inicio del siguiente. Nos queda aún mucho Portugal que conocer.
José Alejandro Adamuz